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¿En qué momento le robamos al Perú?

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Fecha Publicación: 02/05/2025 - 21:30
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Cual la pregunta que encontramos en Conversación en la Catedral: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” (Vargas Llosa, 1969), que ha sido producto de debates y los continuará generando, nos atrevemos a variarla, cambiar su enfoque histórico y tratar de dar una respuesta tangible con nuestro día a día.
El Perú no requiere de una invasión extranjera, ni conspiraciones u organizaciones internacionales, ni siquiera de una catástrofe natural para estar en crisis. El Perú tiene algo más eficiente: ciudadanos entrenados en el arte de robar. Desde esquinas hasta escritorios, y con todas las excusas posibles. No es un ilícito espectacular digno de la pantalla grande, sino un saqueo metódico, silencioso, normalizado y, algunas veces, legalizado. El libro Historia de la corrupción en el Perú (2013), de Alfonso Quiroz, nos ayuda a entender lo que sucedió y sucede, pero nos falta la respuesta para hoy.
Empecemos: desde que no pedimos boleta hasta la empresa que maquilla sus cifras para eludir impuestos; pasando por la ciudadana “viva” que se cuelga de la luz del poste o el profesional que declara “cero ingresos” mientras publicita sus vacaciones envidiables, todos no nos sentimos delincuentes, sino sobrevivientes inteligentes.
La evasión fiscal en el Perú no es un problema marginal: es estructural. Según SUNAT (2023), la evasión del IGV bordea el 36 %, mientras que la evasión del Impuesto a la Renta puede superar el 50 % en sectores informales. En otras palabras: el país se desangra mientras sus hijos se hacen los desentendidos.
Pero no se trata solo de evadir. Está también la elusión, ese arte casi jurídico de pagar lo mínimo con la asesoría profesional. La elusión tributaria se ha convertido en una industria disfrazada de eficiencia empresarial, amparada por vacíos y contradicciones legales y reglamentos diseñados con lupa.
Pero, “a ver, ¿y qué hace el Estado por mí?” Lo curioso es que suele ser pronunciada por personas que nunca han pagado impuestos directos formales, mientras que exigen seguridad, educación y hospitales públicos de calidad, pero son incapaces de emitir una boleta, formalizar a su personal o declarar sus ingresos reales. “Yo soy informal porque el Estado no me da nada”, dicen. Y así, sin sonrojarse, perpetúan un círculo de pobreza institucional donde todos perdemos.
El ciudadano, por supuesto, se autoproclama víctima de un sistema que él mismo sabotea a diario. Como señala De Soto (1986), la informalidad en el país no es simplemente una necesidad económica, sino una respuesta a un Estado débil y a una legalidad desconectada de la realidad cotidiana. Sin embargo, esa informalidad se ha romantizado hasta el absurdo. Hoy, muchos se sienten revolucionarios por no pagar impuestos, cuando en realidad son parte del problema que dicen odiar.
En el Perú, cumplir las reglas se percibe como ingenuidad. El que paga impuestos, cumple con las normas de seguridad y salud en el trabajo, el ambiente, las normas de tránsito o, simplemente, respeta la cola, es un tonto. El modelo ideal de éxito está más cerca de aquel que se las ingenia para no cumplir y no ser descubierto.
La educación moral del peruano promedio ha sido reemplazada por una especie de “ética de la conveniencia”. Nos enseñan a respetar las normas solo cuando nos conviene. El profesor exige puntualidad, pero llega tarde; el gobierno da normas para que los privados (los otros) las cumplan y ellos precisan que no les aplica.
José Antonio Marina (1997), filósofo español, afirmaba que una sociedad no avanza por tener ciudadanos sabios, sino por tener ciudadanos decentes. El Perú, en cambio, ha preferido tener “ciudadanos vivos”, ese tipo de persona que no necesita leer a Kant porque ya sabe que el deber moral es relativo al soborno que se le ofrezca.
*Abogado, docente universitario, consultor legal

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