Encajar
En el corazón de Montilla (España), Garcilaso de la Vega vivió una vida atravesada por el desarraigo, el mestizaje y el estigma de la bastardía. En aquella comunidad aún semifeudal, quien tenía título existía. Conde, duque, ¿cómo justificar su identidad sin título? Había pasado mucho tiempo desde su infancia andina. Más que la nostalgia del bien lejanamente perdido, el tema quizás era su ubicación en la dinámica local, una marcada por las limitaciones de una España obsesionada con la pureza de sangre, una sociedad que no admitía la igualdad de quienes portaban la huella del “otro”. En ese entorno, Garcilaso intentó integrarse, luchar contra el prejuicio y reafirmar su lugar como español, a costa de sus propias raíces.
Lejos de su patria desde muy joven, Garcilaso buscó validarse adoptando las armas y los códigos sociales de su entorno. Participó en la cruenta campaña de las Alpujarras, un intento de “limpieza de sangre” que, irónicamente, lo confrontaba con su propia herencia mestiza. En Montilla, se refugió en la cría de caballos y en la escritura en aquella madurez que se empeñaba en “ser”, buscando en ambas una forma de legitimarse. Según Max Hernández, escribir era para él un modo de sanar; pero también un camino hacia su validación social.
En los Comentarios Reales, Garcilaso emprendió una audaz empresa de vindicación histórica: dotar al Imperio Incaico de la grandeza de Grecia y Roma, los referentes del renacimiento europeo. Su obra, profundamente influenciada por autores clásicos y el idealismo neoplatónico, reconstruyó un Cusco que rivalizaba con las más grandes civilizaciones. Como señaló Menéndez y Pelayo, su relato no es historia pura, sino utopía: el sueño de un imperio regido por la justicia y la sabiduría donde él ostentaba un título: Inca.
Garcilaso no solo reivindicó a sus ancestros, sino que esbozó un modelo de coexistencia espiritual entre las culturas, pero que era un encuadre de él mismo. En su prólogo dirigido a indios, mestizos y criollos, proclamó con orgullo su linaje indígena y la grandeza de los emperadores incas.
Al final de su vida, Garcilaso encarnó la tensión de quien no pertenece del todo a ningún mundo. Su obra refleja no solo la búsqueda de integración, sino el anhelo de elevar al Incario a la altura de los grandes imperios. Es, en última instancia, el testimonio de un hombre que convirtió la herida de la exclusión en el impulso creador de un legado eterno.
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