Encuestas y gurús
“¿Qué son tus ilusiones? Flores secas. ¿Qué son tus esperanzas? Humo vano.”
En el Perú, las encuestas son como horóscopos: entretienen, venden titulares y sirven para inflar egos, pero rara vez predicen algo serio. En el mejor de los casos, muestran una foto del momento; en el peor, reflejan el bolsillo de quien las paga. Y lo curioso es que todos saben que no sirven… pero todos siguen gastando fortunas en ellas. Lo mismo ocurre con los asesores extranjeros, esos “gurús” que aterrizan con acento raro, cobran cifras obscenas y prometen fórmulas mágicas que ni ellos entienden para un país que no conocen. La historia es clara: las elecciones peruanas no se ganan con focus groups ni con PowerPoints importados; se ganan con olfato político, conociendo a un país fragmentado en 60 lenguas y raíces distintas y, sobre todo, apelando a la emoción. Porque aquí, quien logra encender la esperanza en la recta final, ese se lleva la banda presidencial.
En el Perú, la gente va al estadio a ver jugar a su selección, a pesar de que en los últimos años no le ganamos a nadie. La gente se pone la camiseta y va con esperanza e ilusión, aunque la historia señale el resultado que intuyes. Con las elecciones ocurre lo mismo: no importan los números fríos de la encuesta, sino la fe y la emoción que despierta el candidato.
El 2001 fue la prueba más clara: Alan García, con apenas 5 % en las encuestas, logró posicionarse en la segunda vuelta apelando a la emoción colectiva que encendió con el Zambo Cavero cantando “Y se llama Perú”. Pero, en mi opinión, García entendió que no era su momento y, con una “cura de silencio” —como él mismo la llamó—, terminó cediendo el protagonismo a Alejandro Toledo, consolidando así la oposición a Fujimori y reservándose para el futuro. Si algo nos enseña la historia: el que ríe último, ríe mejor.
Y es que aquí las elecciones se definen en los últimos 30 días. Con improvisación, con suerte, con una canción, con un gesto de empatía, con la coyuntura que nadie vio venir, y ni encuestas ni gurús fabrican eso.
Hasta en la vergonzosa elección donde fue la suerte la que marcó el futuro del país: el 2016. Ahí apareció Pedro Pablo Kuczynski, un banquero comisionista desconectado del Perú, que no emocionaba ni en inglés ni en castellano. Pero la coyuntura le jugó a favor, se le apareció la virgen y terminó como presidente. Resultado lamentable: el peor gobierno de la historia, y eso que competir en ese ranking con Pedro Castillo ya es un mérito olímpico.
Y, sin embargo, seguimos viendo candidatos que apuestan su futuro a las encuestas, de la mano con Mr. Gurú. Hoy, el caso más pintoresco es Rafael López Aliaga, convencido de que con dinero, asesorías y un ejército de troles puede convertirse en presidente… pero la realidad es otra: en mi opinión, corre solo y va segundo. Su estrategia agresiva, sin arraigo popular y sin empatía, terminará en enero, como Forsyth o Guzmán: siendo solo otra farsa electoral.
Porque, para leer el ánimo colectivo, no se necesita ni pagar encuestas ni asesores con pasaporte extranjero. Se necesita calle, experiencia, sabor nacional y, sobre todo, entender que aquí gana el que sabe comunicar y tocar la fibra de la esperanza. Todo lo demás es humo vano.
Por Ricardo Ghibellini H.
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