Enemigos íntimos
Con el paso del tiempo, nuestros antiguos adversarios políticos terminan por ser los únicos que recuerdan los mismos años. Son nuestros enemigos íntimos.
Algo así les ocurre a los de nuestra generación común con Alan García. Deben ser decenas si no cientos las columnas de opinión que a fines de los 80 escribí criticando duramente su falta de decisión para asumir la responsabilidad política de la lucha contra el terrorismo y haber abandonado al país en la estacada de la hiperinflación generada por su gobierno.
Y, sin embargo, fue honesta su enmienda cuando veinte años despues regresó al gobierno y sincero, aun si no hubiese sido del todo exitoso, su empeño en desandar el desastre al que arrastró al país consigo.
Somos de la misma edad, aproximadamente, y lo recuerdo bien cuando tenía apenas 17 años y, en la fila del examen médico de los cachimbos de la Católica, en la cola, este personaje flaco, largo y con patillas lanzaba proclamas apristas y anunciaba que él sería presidente del Perú.
Jamás lo conocí durante la primera mitad de los 80, pese a que emulaba entonces a Manuel Ulloa con quien hacía yo política. Su aire histriónico no había hecho sino crecer para cuando, en una famosa interpelación al premier, dejando su escaño bajó hasta el centro del hemiciclo del Congreso –desde donde Ulloa se dirigía al país- a interrumpirlo para la foto y el aplauso de la galería.
Ulloa lo miró con benevolente ironía.
No había perdido nada de su aire histriónico para cuando ganó la presidencia la primera vez. Pero lo vi entonces en las bodas de plata de Expreso, en cuya recepción, de un extremo al otro del salón le lanzó a Ulloa la pregunta de si en verdad tenía dinero, como decían. Veinte años después, siendo presidente por segunda vez, lo saludé en una única ocasión, después de los ríos de tinta y los años. Con el tiempo había crecdo en él una vocación -que le viene quizás de su padre en la prisión o del aprismo y su padre adoptivo, Víctor Raúl- por la historia de nuestra patria común.
Hoy, sin nada que perder ya, dejando de lado toda precaución o cálculo político, Alan García ha dicho que el suyo es “el partido de los cholos del Perú, pero los cholos iluminados por una fe, unidos, trabajadores manuales e intelectuales vinculados por una esperanza, y no esos cholos advenedizos que de pronto aparecen y se van con los bolsillos llenos de ‘ecotevas’”. Ha sido duro. Pero creo entender lo que quiere decir. No es, en realidad, sino lo que pensamos todos de los falsos que se encaramaron al poder en estos años. Uno no puede evitar la sensación de que García es libre al fin de decir lo que en verdad piensa y de pensar lo que en verdad siente.
Ulloa me dijo el día que cumplió sesenta años que esa es precisamente la clase de sinceridad que nos llega cuando, siendo uno al cabo, para bien o para mal, lo que es o ha sido, no tiene ya mas explicaciones que dar y es libre por fin de las falsas actitudes.
Tal vez es eso lo que la irónica mirada de Ulloa –hombre de sesenta años entonces- vio en ese muchacho de treinta en el hemiciclo.
Lo mismo acaso que García ve en otros jóvenes de hoy, que lo desafían tocados por la misma ambición cerril e indomable cuya ebriedad lo llevó a él al extravío, del que lo trajo de vuelta solo el aprendizaje del Perú de sus mayores y el anhelo de un mejor futuro para su patria.
Tal vez Alan García se esté despidiendo de la política.
Pero hoy que al fin es un factor de estabilidad en el país y mejor persona de lo que nunca fue antes, es precisamente cuando el país tiene necesidad de que siga adelante. Lo sabemos sus adversarios de entonces, que repasamos los mismos años en la memoria buscando el significado de nuestros pasos.
(*) Esta columna fue escrita el martes 6 de setiembre de 2016.