¿Extremistas o radicales?
El sistema de tensiones peruano puede recalentarse progresivamente, mucho más en las regiones del sur que en la capital y estimulado por la alta desaprobación a la presidente, al gobiernismo y al Congreso (curiosamente los adinerados gobiernos regionales obligados a solucionar los problemas descentralizados parecen estar "a salvo" del mal humor popular). Que la presencia de Boluarte esté condicionada en ciertos territorios muestra el peso de rechazos latentes y de una violencia política contenida, hasta incitada y en constante planificación. Esto es peligroso ya que la presidencia, como tal, pierde alcance en su poder institucional.
No obstante esta y otras puntuales pérdidas, el sistema político se mantiene (aunque en una suerte de desequilibrio continuo) con cierta base contrasísmica. El sistema peruano ha sido pues sorprendentemente adaptativo. De una u otra forma encuentra cómo responder —o evadir— las incesantes perturbaciones que lo retan. Esa "habilidad adaptativa" sirvió a su sobrevivencia desde que se reseteó en 1993 con la nueva Constitución. A estas alturas un grueso de peruanos ha considerado que más que destruirlo, el sistema es perfectible, reformable. Y dentro de esos sectores ciudadanos prosistema están también los radicalismos pacíficos que es prudente diferenciar de los extremismos de tomo y lomo que buscan la explosión y el caos como escalera al éxito.
Aquí debe resaltarse que si bien los procesos de radicalización pueden conducir a posturas antiestablishment y anti statu quo sin violencia, son los extremismos los que sí dirigen hacia escenarios violentos contra el sistema. Está estudiado desde hace años cómo la gran mayoría que tiene creencias "radicales" o arraigadas no se involucra necesariamente en acciones violentas. Y yendo más allá: los vínculos entre radicalismo y terrorismo son muchísimo más débiles que los existentes entre el extremismo y el terrorismo. Y si ambos términos (con 200 años ya, el término "radicalismo" es más antiguo) han sido a veces superpuestos equivocadamente –sobre todo por los comentaristas políticos–, no deben equipararse. Los radicales suelen apostar por el reformismo; pueden ser hasta emancipatorios. Existen entonces ciertos acuerdos entre investigadores internacionales serios en ubicar a los radicales en los bordes –pero dentro– del consenso democrático, mientras que los extremistas están fuera de esos mismos bordes. Son estos últimos los peligrosos ya que consideran a la violencia como un mecanismo necesario para la resolución de los conflictos. Y cuando no amenazan o no ejecutan violencia, posan audazmente "a favor" de una democracia electoral y representativa en la que en realidad no creeen. Las elecciones son así una ventana táctica al poder (sucedió con Chávez, Evo... con el dúo prosenderista Castillo-Cerrón y podría repetirse con Antauro Humala).
Es importante en ese sentido romper el cordón umbilical que los extremistas glorificadores de la violencia mantienen con quienes plantean reclamos y movilizaciones pacíficas como es válido y legítimo (se esté o no de acuerdo con sus contenidos) en democracias operantes. No distinguir entre estas fuerzas puede llevar a los radicales prodemocracia, reformistas y críticos incluso con el establecimiento o el statu quo o el contexto actual de poder, a los brazos de los extremistas antidemocráticos infiltrados que avanzan apostando por un violentismo "refundacional" del sistema en su totalidad.
Las democracias liberales pueden convivir con radicales antiestablishment, pero no con la militancia agresiva de extremistas antisistémicos políticamente motivados (y lo que es peor, en nexos crecientes con grupos criminales con objetivos de lucro) que ven como un juego de suma cero a la política.
