Fray Francisco de la Cruz, el dominico heresiarca
En el Perú del siglo XVI existía una batalla vehemente por el futuro de la forma de convivencia. La que estaba en vías de derrota era la que representaba el Tawantinsuyo, desmoronándose, pero aún con visos de rebeldía. Sectores de población en las entrañas de los Andes libraban todavía incursiones ante las hordas hispanas. A la par, el establecimiento de la expansión imperial europea requería de un orden social y, principalmente, un asentamiento definitivo de creencias. La evangelización se tornó en la estrategia de imposición de un nuevo paradigma. Esto era, la aceptación del triunfo europeo tanto en sus horizontes cristianos como de su allanamiento de gobierno. Además, se iniciaría una plataforma de concesiones mutuas con las panacas incas vencidas. Una etapa de pactos y arreglos asimétricos, impuestos a la fuerza, pero aceptados por los sectores privilegiados del incanato para su propia sobrevivencia. En medio de ello, una tercera opción aparecía.
El teólogo dominico Francisco de la Cruz, rector de la Universidad de San Marcos, se atrevió a plantear una sociedad alternativa en la que el Perú se convertiría en el punto de partida de una nueva etapa de la civilización humana. Para ello, el Apocalipsis, como momento crucial de la historia habría advenido y, claro, eso significaba también un giro de magnitudes universales. La composición de esta sociedad de raigambre bíblica y anunciada por las profecías estaría integrada, en escenarios de reconocimiento análogo, por indígenas, mestizos y mujeres, además de los españoles. Una coexistencia multicultural en la que las condiciones de su naturaleza humana eran suficientes. Un proyecto extraño, sumamente singular, adelantado, por ello mismo, peligroso e inadmisible. Por más que la relectura de los códigos neotestamentarios y la respetada tradición eclesial podría empujarnos a esa interpretación. Cómo se lo ocurría a este fraile plantear la posibilidad de una forma de organización de esas dimensiones y encima asumir que tenía razón.
Además, señalaba directamente que el centro de ese renacimiento global iba a suceder en estas tierras americanas y, la nueva Jerusalén, sería Lima. La inevitable decadencia de Europa, según su exégesis, era un asunto comprensible y parte de la evolución definida por un plan divino superlativo al cual había que someterse. Quién se opondría a los designios celestiales y a los anuncios proféticos que las propias afirmaciones de los evangelistas revelaban entre versículos. El nuevo Papa tendría nacionalidad peruana y un nuevo gobernante mundial nacería también en el Perú, con todas las atribuciones descritas por los difundidos textos del libro sagrado cristiano. Esa renovación civilizatoria era inminente y no habría marcha atrás.
Entonces, el estrenado brazo inquisitorial limeño lo encarceló. Se requería controlar y disciplinar esa enardecida posición. Para demoler sus tesis fue constantemente interrogado, además de otras acusaciones teológicas paralelas sobre las cuales le requerían las negara. Durante años el religioso, abandonado por su orden, resistió. Pero una prisión en Perú equivale a una estancia infernal. Con el cuerpo maltrecho, incluso ya con desvaríos, fue acusado finalmente de heresiarca y otros cargos que lo llevaron directamente a la insaciable hoguera en plena Plaza Mayor. Su mayor oponente, el estratega jesuita José de Acosta, regocijado mientras observa sus cenizas, anota en sus escritos que es una victoria pedagógica sobre los falsos profetas. Siglos después su voz vuelve a oírse, reaparece para reubicarse entre los personajes que visionaron al Perú de otra manera.
Por Rubén Quiroz Ávila
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