Función social de las empresas
La empresa cumple con su función social cuando es capaz de desplegarse habitualmente con solvencia y de permanecer en el tiempo. La continuidad de una organización habla de su vigencia, que se expresa a través de la demanda de sus bienes o servicios. Esa demanda no se circunscribe a la relación precio-calidad, va más allá, tiene la fuerza de satisfacer las necesidades reales de sus beneficiarios y de establecer una suerte de vínculo que hace que la empresa forme parte de sus historias
Para que ello ocurra, la empresa tiene que conseguir valor económico agregado a través de la oferta de bienes y servicios. Sin esta condición, las posibilidades de: a) cumplir puntualmente y en justa proporción con los sueldos y salarios incluyendo los beneficios de ley de sus colaboradores; b) adquirir los insumos e instrumentos necesarios para operar; y c) realizar inversiones con el propósito de garantizar su mejora en el largo plazo, así como cumplir con los requerimientos nacidos de la convivencia con personas o instituciones locales, serían remotas. Dicho de otro modo, la empresa cumple su función social cuando gana plata. Pero la empresa no la gana por arte de birlibirloque, sino producto del trabajo conjunto de todos sus integrantes.
El Estado atenta contra la permanencia de las empresas cuando legisla con normas que miran sólo el corto plazo que, por lo general, terminan afectando a su valor económico añadido. Por su parte, el empresario no cumple con su función social cuando “monta” con antifaz jurídico una organización para realizar un “negocio” que luego de apropiarse de los réditos, deja que entre en falencia.
Una protección excesiva y poco razonable al trabajador se debe a que el Estado supone que el empresario –en solitario– es el gestor del éxito de la empresa y, que el aporte de sus colaboradores deviene en irrelevante. Esta perspectiva es perversa, por decir lo menos. El conseguir el valor económico no es sólo consecuencia del expertise profesional del empresario, también es producto de la calidad y la eficiencia profesional de quienes laboran en la empresa. Por tanto, más interesado en el bienestar económico y el desarrollo integral del trabajador, antes que el Estado, es el mismo empresario que busca asegurar que aquél forme parte de la historia de la empresa.
La calidad personal y profesional de los trabajadores informa los bienes o servicios que ofrece una empresa. La bondad de un determinado producto no resulta de los sistemas o de las máquinas –que, desde luego, ayudan– sino más bien es la exteriorización de la calidad del trabajador. “La obra es en cierto modo el hacedor en acto” (Aristóteles). Las injusticias existen. Estas tienen que corregirse imperiosamente, pero no a costa de impedir que las empresas cumplan con su fin social. Si al estado de verdad le interesase el trabajador, tendría que aliviar la pesada carga administrativa y tributaria que recae sobre las empresas y, sobre todo, confiar razonablemente en los criterios de los empresarios para retener y promover a sus colaboradores.
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