Grandes fraudes electorales
La controvertida actuación del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) podría quedar registrada en el libro negro de los procesos electorales, por las graves irregularidades detectadas y no resueltas, que mantiene en zozobra y crispación a millones de peruanos. Más aún, cuando el Fiscal Supremo, Luis Carlos Arce, ha renunciado “para evitar que sus votos en minoría sean utilizados para convalidar falsa deliberaciones constitucionales que son en realidad decisiones con clara parcialización política”.
Este episodio, cargado de humo tóxico, de sospechas y oscuridad, que encona al país, continuará escribiéndose en los próximos meses y quizás años, y pocos dudan que las brechas de la división que se han abierto no sigan ampliándose.
Dentro de este contexto, recordemos deplorables antecedentes del JNE, que abrieron un camino de confrontación, violencia e inestabilidad, afectando largo tiempo nuestra precaria institucionalidad democrática.
La misma tarde del asesinato de Sánchez Cerro –30 de abril de 1933– el Congreso Constituyente designó presidente interino al jefe de las Fuerzas Armadas, general Óscar R. Benavides, para completar el periodo presidencial que vencía el 8 de diciembre de 1936. Antes de culminar el plazo, Benavides convocó a elecciones para el 11 de octubre. Haya de la Torre, candidato del Partido Aprista Peruano (PAP), y sus listas parlamentarias fueron vetadas, porque el JNE aplicó el infame artículo 33 de la Constitución sanchecerrista, que prohibía la participación política de partidos con vinculación internacional.
Ante el veto, el APRA decidió apoyar al ex presidente del Congreso Constituyente, Luis Antonio Eguiguren, en reconocimiento a su firme oposición democrática ante la barbarie perpetrada por el gobierno de Sánchez Cerro, quien, entre otras acciones ilegales, ordenó el desafuero y deportación de 23 legisladores de oposición (22 apristas y 1 descentralista), y que ingresen al hemiciclo policías armados para extraer a quienes se resistían ser apresados.
Por su defensa del Parlamento, Eguiguren fue reprimido: su casa de Chorrillos allanada, el diario de su propiedad, ahora, clausurado; y después resultó ilegalmente vacado.
Los comicios, sin embargo, se realizaron en paz. Computado 43% de sufragios, Eguiguren ganaba con amplitud. En esas circunstancias, el Gobierno ordenó suspender el conteo de los votos. Luego, en infame maniobra con el JNE –presidido por el fiscal decano de la Corte Suprema de Justicia, Ernesto Araujo Álvarez– un vasallo Congreso Constituyente anuló las elecciones, aduciendo que Eguiguren había recibido apoyo aprista, según registra la Ley No. 8459 del 2 de noviembre de 1936.
Diez días después, los mismos legisladores sancionaron la Ley No. 8463, extendiendo el mandato de Benavides hasta el 8 de diciembre de 1939 y autorizándolo a gobernar por decretos leyes. El fraude se había consumado.
El segundo episodio lo protagonizó el general Odría, quien derrocó al presidente Bustamante y Rivero el 27 de octubre de 1948. En busca de legitimarse, convocó a elecciones para el 2 de julio de 1950. A pesar de que no podía ser candidato porque lo impedía la carta fundamental, debido a que se encontraba en ejercicio del cargo, un servil JNE –presidido por el magistrado Raúl Pinto Manchego– permitió el leguicidio. Nuevamente Haya de la Torre no pudo postular y su único adversario, el general Ernesto Montagne Markholz, fue detenido y deportado a la Argentina. De 550 779 ciudadanos hábiles, Odría obtuvo 100% de votos y un genuflexo JNE hizo entrega de la credencial de Presidente Constitucional de la credencial de Presidente Constitucional de la República, certificando así una vergonzosa parodia electoral: el fraude electoral se había consumado. La gran pregunta que nos hacemos es si hoy estamos frente a una nueva modalidad de fraude, como sostiene gran parte de la población. Solo el tiempo dará respuesta a esa crucial interrogante bicentenaria.
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