Gritos y silencios
Una ruidosa manifestación en la puerta del local donde Francisco Sagasti presentaba un libro de su autoría ha servido para que diga que cometieron “actos vandálicos personas con un prontuario de ataques a la democracia y sus instituciones”.
Claro que Sagasti tiene derecho de protestar, pero debemos recordar que no dijo una palabra ante las violentas marchas de Lima entre el 9 al 15 de noviembre de 2020 que provocaron la renuncia del presidente Manuel Merino. Marchas, además, impulsadas por su Partido Morado, que cometieron desmanes, atacando con palos, piedras y bengalas a la Policía que custodiaba zonas restringidas y la sede del Congreso, episodios en que murieron dos ciudadanos sin que hasta hoy conozcamos a los responsables de esos hechos.
En esos inolvidables tumultos vociferaban sus correligionarios Julio Guzmán, Gino Costa, Daniel Olivares y Alberto de Belaunde, quien inventó la patraña de que 44 ciudadanos estaban desaparecidos, creando alarma en la población y exasperación de los revoltosos. Una protesta, sin duda, conectada al sentimiento del bloque parlamentario morado, que votó en contra de la destitución de Vizcarra y se benefició políticamente con su caída.
Parece haber olvidado Sagasti, asimismo, que los iracundos agitadores se desplazaron a los domicilios del presidente Merino, del premier Flores-Aráoz y del periodista Beto Ortiz, amenazándolos de muerte y lanzando contra ellos y sus familiares una batería de procacidades.
No recuerda Sagasti, igualmente, que un energúmeno partidario suyo lanzó un puñetazo al rostro del parlamentario de Acción Popular Ricardo Burga o que el almirante-legislador Carlos Tubino fue agredido por un piquete de cobardes que le arrojaron un cono de tránsito sobre su cabeza. Menos memoria demuestra, por supuesto, sobre los insultos de que fueron víctimas políticas de oposición que transitaban por el centro de Lima.
Son muchos los ominosos silencios de Sagasti. Entre otros, no protestar por la brutal golpiza que propinaron simpatizantes de Pedro Castillo al ingeniero Richard Muro Macedo en la plaza San Martín, mientras azotaban con chicotes a su esposa. Y si retrocedemos, también fue silente en circunstancias en que el expresidente del Congreso, Luis Alva Castro, fue agredido a puñetazos y puntapiés, arrojado al piso, escupido e injuriado en el frontis de la embajada del Uruguay, cuando pretendía ingresar para saludar al expresidente Alan García, un evento degradante donde pudimos divisar entre los asistentes a su colega morado Gino Costa.
La respuesta de Sagasti ante las marchas de Lima, que lo catapultaron al poder, fue responsabilizar a la Policía Nacional por la muerte de dos manifestantes, sin existir ninguna prueba, y destituir al alto mando de esa institución, comenzando con su comandante general, Orlando Velasco, que se encontraba hospitalizado e intubado por covid-19 cuando se produjeron los vandálicos sucesos, una pandemia devastadora donde perdieron la vida 520 efectivos, 570 de sus familiares y 34 mil agentes resultaron contagiados por defender a la población.
En este contexto, ahora Sagasti debe encontrarse complacido al conocer la ilegal denuncia de la fiscal de la Nación contra el exmandatario Merino, su premier Flores-Aráoz y el general Rodríguez, exministro del Interior, acusados por el presunto delito de homicidio en la modalidad de “omisión impropia”, es decir, por no evitar esas dos muertes; sin embargo, la titular del Ministerio Público no aplica el mismo criterio contra Sagasti por cinco manifestantes fallecidos durante su gestión enfrentando a las fuerzas del orden en un bloqueo de la carretera al norte del país.
Hay, pues, un doble estándar sobre la violencia. Silencio si lo provoca fuerzas de izquierda y gritería estruendosa cuando colectivos democráticos reclaman por los oscuros resultados de las elecciones o repudian la presencia de ministros vinculados al terrorismo.
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