Indulto: de la venganza a la humanidad
La evolución del derecho ha ido de la mano con la evolución de la sociedad. De esto pueden dar fe las normas, instituciones y procedimientos que hoy responden a los valores vigentes y los han dotado de legitimidad. Ha sido una evolución. No siempre fue así, se partió de muy atrás. Ante el daño o lesión de bienes valiosos para el individuo, en un determinado momento se habilitó a las víctimas para que pudieran directamente hacer justicia. En otras palabras, justicia como retribución, esto es, responder al mal con un acto equivalente. El derecho punitivo se convirtió entonces en un instrumento de venganza.
Afortunadamente, el derecho se caracteriza por ser racional, mesurado y principalmente constructivo. Lo contrario está representado por un derecho “injusto”, un “no derecho”, como lo sostendría el jurista alemán Gustav Radbruch en su famosa fórmula. En ese contexto, uno de los valores recogidos por el derecho fue la misericordia o perdón, que se plasmó a través de institutos como el indulto y, en la actualidad, con alternativas y sustitutos de la prisión efectiva. Al dotar de humanidad al derecho penal, que es la última ratio, se reconoció, entre otras figuras, la excepcionalidad y en algunos casos la abolición de la pena de muerte, la proscripción de penas corporales y degradantes y el otorgamiento de beneficios penitenciarios.
Puesto que cuenta con límites formales, materiales y temporales bien definidos, los cuales están garantizados por la legalidad que opera como principio rector, el derecho punitivo contemporáneo tiene fines más elevados que el de la represalia. Esto permite un derecho penal compatible con la Constitución y los tratados de derechos humanos sobre los cuales se han construido discursos pro dignidad humana y de limitación de cualquier manifestación del poder.
La pena privativa de libertad, sea temporal o permanente, importa un castigo que no debe llegar a alcanzar otros bienes del sentenciado, como su integridad personal o su vida. De aquí se infiere que no puede implicar una afectación a su salud (por eso existen mecanismos para cumplimiento de condenas en libertad con restricciones para mujeres gestantes, personas con discapacidad o con enfermedades graves) ni tampoco la privación de su vida. Sobrepasar estos límites no solo sería un exceso en términos de legalidad y cumplimiento de la sentencia impuesta, sino también una absoluta incoherencia en una doctrina de respeto a los derechos humanos que debe concebir al derecho penal como uno de los medios para tutelarlos con respuestas efectivas, pero que no deben dejar de ser razonables. En el discurso universal (con mínimos morales que se han convertido en exigencias jurídicas) no es aceptable convertir al derecho penal en un instrumento de venganza ni tampoco lo es ver morir a un interno en prisión o que la compensación de las víctimas implique convertir las penas de prisión en penas de muerte.
Indulto no es sinónimo de impunidad. El beneficiario ya fue sancionado (recibió el reproche moral y jurídico), ha cumplido con su pena parcialmente y lo único que se observa desde el derecho es que ya no está en condiciones de recibir un castigo. Sostener lo contrario equivale a desdibujar o desnaturalizar la función que debe cumplir un derecho penal constitucionalizado y convencionalizado.
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