La anomalía de la libertad
Somos un país que nació invocando la libertad y se convirtió en su antítesis con la sobrerregulación. La patria de la “independencia o nada” pasó a ser la del “pida permiso para todo”.
Las ideas libertarias, inspiradas en el liberalismo clásico de John Locke (Dos tratados sobre el gobierno civil, 1690) y luego por John Stuart Mill (Sobre la libertad, 1859), sostienen que el Estado debe limitarse a garantizar la libertad individual, proteger la propiedad privada y abstenerse de invadir la vida económica y social. Pero en el Perú aplicamos la libertad regulada.
En la Constitución de Cádiz de 1812 —más citada que aplicada— ya se percibía la tensión entre los derechos individuales y el orden. Las constituciones peruanas siguieron ese patrón: reconocen derechos, pero añaden la coletilla “en los casos que la ley disponga”. Dicho en buen criollo: libertad, pero con permiso.
En el siglo XX, la sobrerregulación se entendió como modernidad. El Estado peruano, heredero del centralismo virreinal, creyó que gobernar era regular. En el Código Civil de 1936, redactado por Felipe Osterling y Carlos Cárdenas, se respiraba un ambiente de autonomía privada… pero siempre “conforme a la ley”. Ni hablar de los códigos procesales, que parecían manuales de obstáculos burocráticos.
Durante la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), se alcanzó un punto máximo: el Decreto Ley N.º 17716, Ley de Reforma Agraria, confiscó tierras e instauró una cultura regulatoria que aún persiste. El Estado se impuso sobre los derechos individuales con el argumento de que “el pueblo lo necesita”. Las ideas libertarias quedaron traicionadas.
Hoy sufrimos una sobrerregulación para quienes logran ser formales, y esta convive con la informalidad como si fueran pareja tóxica. Según el INEI (2023), más del 70 % de la población económicamente activa trabaja en la informalidad. ¿Por qué? Porque es más fácil abrir un negocio en la esquina que cumplir con todos los permisos municipales, ministeriales, tributarios y laborales.
La ironía libertaria es clara: según Mill, los ciudadanos deberíamos gozar de libertad sin interferencias, pero vivimos atrapados en trámites.
Aunque el principio de legalidad —artículo 2, inciso 24 de la Constitución— afirma que nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, en la práctica se ha convertido en “si no está en la ley, no existe”.
Hans Kelsen, en su Teoría pura del Derecho (1934), proponía un sistema normativo jerárquico y coherente. En el Perú, tenemos normas contradictorias, decretos que corrigen leyes, y ordenanzas locales que se inventan como cuentos de Ribeyro.
La gran pregunta es si queremos un Estado que garantice libertades o uno que viva de regularlas. Tal vez el dicho “más vale pedir perdón que pedir permiso” nos muestre el camino.
(*) Abogado
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