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La aventura de lo cotidiano y el Estado

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Fecha Publicación: 19/07/2024 - 21:00
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En el invierno, los rayos solares se muestran tenues y recatados: aparecen tarde y se recogen temprano. Las menudas gotas de agua caen sin fuerza ni ruido; la ciudad, sin embargo, queda empapada y sus habitantes con mayor sensación de frío, lo que los invita a recogerse, a protegerse más que a exponerse a la silenciosa garúa. Aun así, el despliegue de la vida en lo cotidiano no se detiene.

Las luces de los hogares se encienden iniciando las habituales actividades de preparación propias del día. El transporte público incoa su recorrido, los traslados a los centros de operaciones van en incremento. No faltan quienes, por la naturaleza de sus funciones, empiezan al alba: las panaderías, los centros de salud, los mercados, los grifos, los policías, las farmacias, los centros de abarrotes; más adelante, se suman las oficinas, restaurantes, los establecimientos comerciales, los bancos, las industrias, los colegios y las universidades, y un nutrido etcétera.

Paulatinamente, en las esquinas, en los lugares de paso obligado o de mayor concurrencia, se apostan quienes ofrecen servicios o comercian informalmente.

El dinamismo de una ciudad alcanza paulatinamente su cúspide. Cada ciudadano: niño, joven, adulto o anciano, intenta cumplir con unos propósitos de mejora a través de un quehacer o actividad que, por recurrente, forja una experiencia y un conocimiento. En este sentido, sin entrar a valorar las cifras económicas que califican a un territorio, podemos sostener –por ejemplo– que Lima sigue moviéndose.

Cada persona, cada familia, sabe lo que tiene que hacer y en lo que debe ocuparse. Más aún, en no pocas ocasiones cumple con sus deberes al margen de la bondad del clima, del cansancio, de la enfermedad y hasta del tedio que supone el traslado a los centros de trabajo.

La trama de lo cotidiano tiene su cadencia y su armonía a tenor de los propósitos que cada uno persigue. El esfuerzo diario que realizan los ciudadanos –al margen de su variedad, intensidad, disposición y eficacia– ¿no constituye un importante recurso para tentar el progreso de un determinado territorio? Su obviedad no excluye su realismo. En este sentido, las entidades gubernamentales no deberían intervenir en lo cotidiano, sea reemplazando o mermando la responsabilidad de los ciudadanos mediante controles puntillosos.

Las instituciones intermedias –entre ellas, la familia– se hacen más débiles cuando se las pretende gobernar invadiéndolas con normativas ideologizadas en su dinamismo interior o creando las barreras que limitan su crecimiento.

A las autoridades más bien les compete, sin caer en las fauces del permisivismo ni en las del relajo, ofrecer alternativas y espacios con miras a promover las iniciativas o emprendimientos personales o grupales.

Para lo cual, es urgente modificar la onerosa práctica de colocar los bueyes detrás de la carreta. ¿Qué sentido tiene anticiparse a las contingencias que podrían aparecer en el camino, sin advertir que el carricoche no puede andar? Finalmente, un país será grande si sus habitantes crecen porque el Estado estimula y respeta su capacidad de autodeterminación y promueve el fortalecimiento de sus instituciones intermedias.

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