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La Campana de Cristal

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Fecha Publicación: 29/10/2019 - 21:00
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Este pasado domingo y en el sol primaveral de Lima, tras un invierno inusitadamente frío para nosotros y que no quiere irse, Google recordó con un doodle de escarcha y rocío, el 87 aniversario del nacimiento de la gran poetisa estadounidense Silvia Plath.

Silvia vivió en una campana de cristal que ella misma describió meticulosamente en un libro que firmó como Victoria Lewis y que al final convirtió (ya derrotada para siempre) en una letal cámara de gases. El horno encendido, la llave abierta, la cabeza que cruje: morir es un arte y yo lo hago excepcionalmente bien, había escrito en su último poemario. Y en su última nota poco antes de partir: debería haber un ritual para nacer dos veces.

No nació dos veces, por cierto, pero sí murió muchas más. Primero con su padre a la edad de diez años y luego con sus poemas enigmáticos y lúgubres como un cementerio. Su locura latente, sin embargo, probaría que, de alguna manera, había muerto incluso ya antes ahogada en los pantanos de su sangre y de su heredad. Tenía sólo treinta años, una obra pródiga y dos pequeños hijos, pero aún así quería a toda costa ser “reparada, remendada y con el visto bueno previo volver a la carretera”. La carretera (de Boston o de Londres) sigue estando allí pero ella ya no. Agotada de esperar esa reparación eligió marcharse tal cual era, resignada a su suerte y a su soledad.

Amó a un hombre con una tenacidad inexhaustible, creyendo que en esa exageración estaría la cura de su insondable carencia. Pero no fue él quien la sedujo, sino la muerte que a través de él adquirió un falo y una cara. Perla de Massachussets reconocería después: “debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti.” No lo amó y por ello terminó sus días volando a ras del suelo, lívida, enrarecida, sola.

La muchacha que quería ser Dios; así dijeron de ella sus críticos y sus estudiosos. Señor, perdónala, porque no era soberbia sino lucidez la que la impulsaba. Su insaciable afán de perfección constituyó la otra cara de su orfandad y de su miedo. La culpa era tan grande que más grande tenía que ser la reparación. Como Camus, se empeñó en una lucha desigual por dotar de sentido al mundo y a su mundo y evitar la tentación del suicidio.

Perdió, fracasó, pero tú, Señor, que sin duda inspiraste su Biblia de los Sueños y estabas al otro lado del mar para que Cruzando el Agua te encontrase, sabrás acoger en tu seno a una niña frágil y triste que sólo quería que la libraras de cocinar tres veces al día y que con encendida fe abjuro de su jaula y de todas las jaulas metiéndose en ellas cada vez más hasta que una mañana de febrero de 1963 ya no supo si entraba o salía y entonces prefirió descansar reclinando su cabeza en la invisible brasa del horno que su propio corazón había prendido junto a las escaleras de incendio de su casa.