La ciudad de la amistad
Nací en Chiclayo hace 74 años y este fin de semana, aprovechando el feriado, viajamos con toda mi familia para que mis hijos recordaran las veces que, de pequeños, iban a la ciudad de la amistad y, además, para que mi linda nieta Olivia fuese presentada a sus ancestros que descansan en el cementerio del Carmen: sus bisabuelos, tía abuela y tatarabuela. También visitamos el Parque del Recuerdo, donde descansa su tío abuelo Eberth.
Recorrimos el balneario de Pimentel y luego Lambayeque, donde almorzamos las delicias de la gastronomía chiclayana. En horas de la tarde paseamos por la ciudad siguiendo el recorrido de nuestro querido papa León XIII, observando el auge comercial con que viene desarrollándose Chiclayo y ratificando el signo de amistad de los chiclayanos, siempre muy amables y atentos a darnos la información que requeríamos: direcciones, restaurantes, iglesias, plazas, calles.
El domingo visitamos Reque, distrito con el mejor clima del norte, y Monsefú, centro de artesanía y telas bordadas. Almorzamos en Reque, en el restaurante de un gran amigo, Mariano, quien se ha ganado a sus comensales con potajes que garantizan a cualquier sibarita no salir decepcionado; por el contrario, los comentarios son excelentes y muchos se comprometen a volver.
No puedo pasar por alto una grata experiencia. En la plaza de armas de Reque solicitamos a una señorita que nos tomara una foto familiar; luego de hacerlo, nos deseó, de manera muy educada y dulce, una buena estancia en Reque, rogando que nos vaya bien y que procuremos retornar. Este gesto, producto de su buena educación y de la idiosincrasia chiclayana, demuestra cómo ven en los demás —sobre todo en los foráneos— la oportunidad de expresar sus querencias, ratificando que Chiclayo es y será siempre la ciudad de la amistad.
Nos acompañó en este periplo nuestro amigo español Adam Luque (haciendo méritos para formar parte de la familia), quien se sorprendió por los vientos que corren en Chiclayo, en especial cuando paseamos por el muelle de Pimentel. También pudo notar la diferencia entre su natal Córdoba, en España, y la reserva característica de los chiclayanos, quienes, aunque discretos, siempre están dispuestos a dar lo mejor. Se sorprendió al ver que, al pasar por la plazuela Elías Aguirre la noche del sábado, ingresamos a un local de un partido político donde nos recibieron, sin conocernos, con muchas muestras de amistad, finalizando con la entonación de la clásica marsellesa aprista.
Mi nuera Valeria, argentina, también se sintió a gusto al saber que su hija Olivia conocía a sus antepasados. Fue feliz al probar en Reque unos ricos picarones mientras disfrutaba del desfile escolar en homenaje al colegio Diego Ferré. Se sorprendió con la delicia de la típica gaseosa Cassinelli, que no imaginaba pudiera existir en Chiclayo, y que supo aplacar la sed con gusto. Se emocionó al ver cómo mi nieta, de apenas once meses, colocaba rosas en la tumba de sus abuelos. Ese gesto la motivó a comprometerse a criarla con reverencia por sus ancestros y sus legados, agradeciendo a Chiclayo por tan valiosa experiencia.
Mi hija María Isabel, comunicadora social, sentenció que este viaje familiar fue un homenaje: una ofrenda de amor a los que ya no están y un regalo para quienes seguimos caminando juntos. Describió lo emotivo que resultó visitar a sus abuelos y a su tío, con lágrimas de por medio.
He querido compartir con ustedes esta reseña para transmitir que la vida no es solo la monotonía del quehacer diario, sino también el goce de recuerdos vividos intensamente al lado de quienes ya partieron, pero a quienes recordamos como si fuese ayer, degustando lo mejor de Chiclayo: su gente y su comida.
Gracias por la paciencia, apreciado lector. Y como dice la marinera: ¡que viva Chiclayo, Monsefú y Reque!
Con la colaboración de Adam Luque, María Isabel Romero y Valeria Pernigotti.
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