La crisis política
Escuchamos en estos días de convulsión el argumento de que la crisis política actual puede tener una salida similar a la del año 2000, luego del escándalo del video Kouri-Montesinos, la fuga del entonces asesor presidencial y del mismo jefe del Estado, quien renunció a su magistratura vía fax desde Japón. Se habla con entusiasmo que solo bastaría el allanamiento del Congreso al pedido del presidente Martín Vizcarra de adelantar las elecciones generales y, para ello, procurar los cambios constitucionales que el Ejecutivo ha puesto sobre la mesa. Como suele pasar en el debate de los asuntos públicos, la falacia en las premisas determina conclusiones equivocadas o apenas acarrear agua para el molino de quien las formula.
A eso se le llama “sofisma” y se les atribuyó a los “demagogos” de la naciente democracia griega quienes, en un principio, eran los canalizadores de la voluntad ciudadana exponiendo en las ágoras sus aspiraciones pero que luego llegaron a manipularla a su regalado gusto (de ahí la sobreviniente consideración peyorativa de su desempeño). No se pueden mezclar papas con camotes. La crisis del 2000 fue terminal para un régimen que –sentado en las bayonetas, probada corrupción y dominio de casi el conjunto de las esferas institucionales incluida la prensa– se vio descubierto en todas sus miserias. Alberto Fujimori (experto en Go, el milenario juego japonés, según el analista Giovanni Quero) calculó muy bien la imposibilidad de aferrarse al poder y produjo con su renuncia un desbande oficialista en cascada. Sus adherentes en el Congreso no pusieron obstáculos al proceso y facilitaron el acceso de Valentín Paniagua a la titularidad del Parlamento para impulsar la transición.
Recobrado el derrotero democrático, muchas crisis políticas padecieron los sucesores Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala. Se habló de vacar al líder de Perú Posible cuando su popularidad bajó a un riesgoso 8 por ciento. Al del Apra cuando estalló el caso Petroaudios. Al del Partido Nacionalista cuando salieron a la luz las agendas de Nadine. En ninguno de los casos prosperaron las iniciativas extremas y tanto Toledo como Humala incluso tuvieron que convivir con presidentes de Congreso ajenos a sus filas (Ántero Flores-Aráoz y Luis Iberico, respectivamente). Pese al desprecio popular por la representación legislativa (no exclusivo del Perú, pues también se da en la gran mayoría de naciones con Parlamento) y las razones ciertas de su descrédito, nada establece los parangones de una crisis política terminal. Nada que no pueda superarse entendiendo que los acuerdos de una transición –como pasó el 2000– corresponde a todas las partes y no solo a una, el Gobierno, por más que la demagogia y la tendencia oclocrática sea su arma fundamental.