La cuarentena
Los peruanos, tan enemigos del silencio como amantes de la bullandanga, se han visto obligados a recluirse en sus casas por una indispensable medida de prevención contra el coronavirus. Su efectividad, por cierto, depende de la disciplina con que se acate la disposición que, a juzgar por los primeros indicios, brilla siempre por su ausencia. No es fácil pero tampoco es difícil. Ahí está el ejemplo de China, ese gran país que, como se ha escrito, ha ganado la cuarta guerra mundial en solo cuatro meses y sin disparar un tiro.
La cuarentena, sin embargo, es una oportunidad, considerando, sin duda, algunas limitaciones y perjuicios para grande grupos vulnerables, que deben paliarse, como se ha hecho, con una compensación económica. Pero unos días de enclaustramiento son tan necesarios como lo es el ensimismamiento personal que supone la meditación y cualquier examen de conciencia.
Supongamos -escribió hace décadas Erich Fromm en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea- que en nuestra cultura occidental dejaran de funcionar solo por algunas semanas los estadios, los restaurantes, los bares, los cines, los eventos deportivos, qué neurosis saldrían sin esas válvulas de escape…
Es que Fromm conocía nuestro profundo interior y las pulsiones que lo agobian. En su búsqueda de la esquiva felicidad, el ser humano corre tras muchas cosas sin saber por qué y para qué. Vive a mil, como se dice ahora, y huye de la soledad del encuentro consigo mismo y con los que ama a quienes no se ha acostumbrado a mirar y escuchar entre las cuatro paredes de una casa. El mismo Fromm lo dijo: “Ser capaz de estar solo es la condición para ser capaz de amar.”
Hay tantos coronavirus que se llevan nuestras vidas tumultuosas y frenéticas, que nos producen una permanente fiebre por tener y agotar todos los placeres que se pueda; que nos ahogan y no nos dejan respirar como respiran los yoguis y respiraban los profetas; que nos causan una tos no seca sino húmeda por las lágrimas que uno debe tragar antes para ser parte del festejo; que utilizan nuestras manos para atesorar y destruir y nunca para acariciar y juntarse para rezar a Dios, a cualquier Dios que nos conozca por adentro y por afuera.
Padres que no cenan con sus hijos lo pueden ahora hacer; esposos que no se miran pueden ahora mirarse largo rato; la casa de los corre-corre puede ser, de pronto, la morada del diálogo, de la reflexión compartida, del juego siempre hermoso del vínculo común.
Cumplamos la cuarentena con rigor, disciplina y serenidad. Solo así detendremos la propagación del coranavirus, como lo hicimos con reconocimiento mediático e internacional, en la pandemia de la gripe AH1N1 en el año 2010, en donde tuve el honor de dirigir la estrategia de comunicaciones del Estado al lado y bajo el liderazgo del ministro de Salud, Óscar Ugarte Ubilluz.