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La decadente sociedad peruana

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Fecha Publicación: 06/07/2021 - 00:00
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Silenciosa y tenazmente, la sociedad peruana ha venido mutando de ser portadora de gran elocuencia, honestidad, capacidad de trabajo y brillantez intelectual, a sucumbir en un masivo estado de mediocridad, deshonestidad, pereza y envanecimiento. Sin la menor duda, esta realidad también ha cambiado en el mundo. Aunque no al extremo en que está viviéndola este país. Una cambio que transpira el deterioro de la calidad de vida del peruano. Atrás quedaron las mentes ilustradas y propuestas relumbrantes de tantos compatriotas que gobernaron nuestra patria, sirviéndole a su Estado como baluartes de la libertad e independencia. Esos dos pilares sobre los cuales hace ahora doscientos años San Martín declaró la Independencia del Perú. Por entonces sólo los mejores llegaban a ocupar cargos de alta responsabilidad, desde donde dirigían los destinos del Perú. Regía en esos momentos una meritocracia natural, impulsada por la vigencia de las leyes, así como por su pulcra, firme, correcta, disciplinada aplicación. Eso, por ejemplo, merecía la indudable sujeción del ciudadano ante cualquier fallo que decidiese el poder Judicial. Ser juez en el Perú no sólo implicaba asumir una severa responsabilidad, sino que constituía un honor para quienes -únicamente por apego a su calidad profesional, personal, así como intelectual- asumían tales funciones. Igual ocurría con quienes postulaban para ejercer cargos dentro del gobierno nacional. Los candidatos a presidente de la República no eran esos despistados, grotescos, frívolos y ociosos que nos han gobernado desde comienzos de siglo, quienes salvo honrosas excepciones -como el caso de Alan Garcia, un personaje culto, político de polendas y estadista por antonomasia, a quien la Justicia y la política infructuosamente investigara durante quince años- no dieron talla moral, política ni de apego al trabajo. Igual ocurre con tantos parlamentarios (senadores, diputados) que han desfilado por el Legislativo, así como con ministros y demás funcionarios del Estado. ¿Cómo comparar a un Riva Agüero, Castilla, Leguía, Bustamante y Rivero, o Belaunde Terry con, por ejemplo, un Fujimori, Toledo, Humala, Kuczynski, Vizcarra o Sagasti? Vizcarra y Sagasti, además, eventualmente serían imputados por crimen de lesa humanidad por causarle la muerte a 200,000 ciudadanos a quienes abandonaron en plena pandemia. Sagasti, por otra parte, probablemente acabe preso por declarar que estas elecciones han sido limpias, sin someterlas a una auditoría. Tampoco olvidemos a vocales supremos de la talla de Carlos Sayán Álvarez, Domingo García Rada, Vicente Ugarte del Pino; imposible contrastarlos con un Salas Arenas, hoy lamentable presidente del Jurado Nacional de Elecciones. Ni fiscales de la Nación como Gonzalo Ortiz de Zevallos Roel, inviable compararlo con la impresentable fiscal Zoraida Ávalos. Podríamos llenar la edición del diario con nombres de ilustres autoridades que antaño sirvieron a este país, frente a aquellas minucias que hoy se pavonean de los cargos que inmerecidamente ocupan, causándole un irreparable daño a treinta millones de peruanos.
Esa realidad nos ha traído a la conmovedora coyuntura en la que se encuentra el país, al extremo que un incompleto y muy cuestionado JNE intenta proclamar presidente a un absoluto neófito que, además, sería investido delincuencialmente sin legitimidad.

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