La democracia no se defiende con silencios
A seis meses de las elecciones generales, nos enfrentamos a una encrucijada institucional que, más que discursos, demanda coherencia. La presidenta Dina Boluarte, heredera constitucional de un gobierno presidido por un comunista vacado por intento de golpe, tiene la responsabilidad de predicar con el ejemplo. Si no lo hace, el Perú corre el riesgo de continuar el camino de Cuba, Venezuela o Bolivia, donde la democracia primero resultó debilitada por narrativas ideológicas y luego sepultada
El ciudadano Francisco Calisto Giampietri acaba de recordarlo con lucidez en EXPRESO, cuando evoca que, mientras lideraba la iniciativa Reacciona Perú durante las marchas contra Pedro Castillo, recibió una citación de la Fiscalía que lo responsabilizaba por cualquier posible desmán. Hoy, sin embargo —cuando la inseguridad ciudadana está a niveles extremos— no existe el mismo celo institucional frente a aquellas protestas promovidas por sectores izquierdistas, generalmente incentivadas por periodistas caviares que relativizan el uso de armas en las manifestaciones que ellos promueven. Se fulmina la majestad del Estado cuando alguien —como Rosa María Palacios— establece estúpidamente que una bomba molotov “no es un arma”.
Este doble estándar no es anecdótico: es estructural. La narrativa dominante —edulcorada por medios alineados a la progresía caviar— ha transformado la protesta violenta en un acto legítimo, siempre que sirva a los intereses de las izquierdas. ONG que se autodenominan defensoras de derechos humanos han respaldado marchas provistas de dinamita, armas de fuego y discursos incendiarios, sin que el Estado ejerza control ni demande rendición de cuentas.
La reciente Ley 32301, que obliga a las ONG a transparentar el origen y destino de sus fondos, es un paso necesario, aunque tardío y, hasta ahora, sin éxito. Durante años, estas organizaciones han operado como vehículos de financiamiento político, muchas veces con dinero extranjero, sin supervisión ni regulación alguna. ¿Cuántas de estas han promovido candidaturas, campañas o incluso desestabilizaciones institucionales, bajo el paraguas de la “sociedad civil”, calificativo que explícitamente solo consolida decisiones proselitistas de izquierda?
La frase “Para mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley” sigue siendo una práctica infalible de la izquierda peruana. Y si Boluarte no rompe con esa lógica, será cómplice de su perpetuación. Su rol no puede limitarse a administrar el poder heredado: debe reconstruir la legitimidad del Estado. Empezando por garantizar que la ley se aplique con equidad, sin privilegios ideológicos ni blindajes mediáticos.
La democracia peruana es frágil. No por falta de normas, sino por exceso de narrativas caviares que la distorsionan. Si el Estado no recupera su autoridad moral; si no se exige transparencia a quienes financian la política desde las sombras; y, decididamente, si no se sanciona la violencia —venga de donde venga—, el Perú estará condenado a repetir los modelos cubano, venezolano y/o boliviano que hoy hacen peligrar la región.
Boluarte tiene la oportunidad de marcar un punto de inflexión. Pero para hacerlo, debe dejar de mirar al costado y empezar a mirar de frente. Porque la democracia no se defiende con timoratos silencios, sino con valentía y decisión.
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