La escuela es una promesa
Cada término de un año escolar se vivencia como una suerte de estación, de parada en la aventura educativa de muchos niños y jóvenes. Una sensación que sabe a iterativa da cuenta de que cada periodo lectivo es copia fiel del anterior. La realidad, sin embargo, supera esa percepción: cada clase, cada recreo, cada tarea es experimentada con singular novedad por cada estudiante. Este hecho incontrovertible nos hace mirar a la educación como un viaje terrestre. Por aire se llega pronto, viviendo y observando poco. En educación, la prisa es mala consejera y el no mirar, mala práctica. En un colegio, la libertad se estrena y los descubrimientos cognitivos no se agotan. ¡Un estudiante no deja de sorprender!
Los gestos, las miradas, las risas, los logros, vividos –en su momento– con intensidad, no se desvanecen; quedan incrustados en el recuerdo –mente y/o corazón– de cada uno de sus protagonistas. Ese recuerdo se convierte en historia escolar cuando se abre al resto de compañeros y, al ser compartido, se incluye dentro de una misma historia. ¡No deja de sorprender lo plástico y cautivante que un conjunto de recuerdos –visuales, escritos y de léxico–, en su repetición y mutualidad, entretejan la historia de una escuela!
Mientras haya un niño que sonría, que juegue, que atienda con asombro, que comparta con sus amigos... el futuro será un amable reto que comienza con la propia interpelación del docente: para que ellos sean mejores, yo primero y también tengo que serlo. ¿Por qué? Porque el colegio es una promesa. ¿Cómo, no es un proyecto? En verdad, prometer y proyectar se asemejan en que ambos requieren una preparación previa. Pero se diferencian en el contenido y en el porqué de la temporalidad. En el proyecto, la programación y el calendario de las acciones marcan la pauta. En la promesa, los tiempos se encuentran centrados en la relación entre personas (Larrú, J., 2017). Toda promesa implica un anticiparse al futuro; por lo tanto, su realización reclama también de tiempo, que no es fragmentado o medible, sino la oportunidad de mantener la palabra, ejerciendo el compromiso empeñado a otra persona.
La escuela no hace una promesa genérica a estudiantes anónimos. Ella promete, se compromete con cada uno y con su familia. Al punto de que, al prometer darse, en cierto sentido, ya se da, puesto que la promesa es como la causa que precontiene el efecto del don que se otorgará. En ese sentido, el colegio y sus docentes actualizan –anualmente– durante 13 años su promesa educativa, la misma que no tiene fecha de caducidad, como no la tienen sus principios recogidos en el ideario que alimenta su cultura; incluso –no pocas veces– aquella continúa siendo un sólido conectivo entre sus exalumnos. La transmisión de la promesa es mediante el trato asiduo con el estudiante y, como don gratuito e incondicional del docente, la búsqueda y el logro del bien personal de sus alumnos. Para una buena escuela, la persona no es un problema, es un misterio que no se resuelve, se acompaña: acompañar al estudiante es una promesa.
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