La filosofía (no) es suficiente
Desde sus orígenes occidentales, la filosofía se ha planteado las preguntas fundamentales de la existencia. Buscando respuestas tanto del sentido de la vida como de las cosas. Preguntas tan sencillas, sin embargo, de complejas posibilidades de respuesta. Con los siglos, la filosofía se ha hiperespecializado de tal manera que está completamente alejada de las cotidianas cuestiones y ha cedido ese espacio fundacional a otras disciplinas menos rigurosas. Incluso, los autores de autoayuda, con sus entusiastas falacias, son más célebres y exitosos que cualquiera del gremio de filósofos quienes, en su mayoría, siguen anclados en barrocas y enrevesadas formas de análisis que están absolutamente alejadas de la realidad.
Y esto es una desdicha para el pensamiento humano. La filosofía alejada de las calles, de los eventos de la humanidad como tales, se ha encerrado en los muros universitarios y clausurado en los círculos de autorreferencialidad, endogámica hasta el impudor, gozosa vanamente de sí misma, orgullosa de su soberbia académica. Esa ceguera constante es como si el mundo apenas existiera a la par de crear unas cadenas de terminologías engorrosas. Como si hubiera una silenciosa competencia no declarada de que cuanto más difíciles más filosóficas. Estos filósofos odian la sencillez de cualquier reflexión. Miden al pensador por los grados académicos, calculan el valor del pensar en torno a la cantidad de papers publicados en revistas indexadas.
Pero también están los filósofos que pretende cambiar el mundo. Y tal vez esos sean los más peligrosos. Se miran a sí mismos como llamados por el destino o la historia como los indicados para transformar el mundo. Y esa suerte de revelación cósmica adoptan una visión totalitaria de las cosas a tal punto que excluyen cualquier cuestionamiento. Como pequeñas deidades entre nosotros los humildes habitantes de la Tierra, asumen que cargan sobre sus hombros la responsabilidad de llevar al mundo a su otro nivel. Por supuesto, con esa concepción, o bien se arriman a alguna ideología decimonónica que tiene explicación para todo, o, ellos mismos, en arranques de delirio épicos, asumen que tienen la fórmula para transformarlo todo. No importa que haya vidas en medio de ello.
Como lo recuerdan, estos peligrosos modelos de creencias se autolegitiman y se arrogan como objetivas, incluso, con protocolos científicos inexplicables. En una peligrosa combinación de galimatías teóricos y con lemas de que lo hacen por el bien de todos, este tipo de pensamiento ha corroído a la sociedad las últimas décadas.
Sin embargo, la filosofía, como bien lo enseñó Sócrates hace siglos, es colocarse en una posición de reverencia y apertura por el conocimiento, entendiendo que siempre es posible ampliar lo que sabemos y que nunca debemos adjudicarnos que tenemos la verdad definitiva.
Por Rubén Quiroz Ávila
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