La gramática del descontento. A propósito de la Generación Z
En el Perú, la palabra “caviar” funciona como un rótulo más, no como una categoría analítica. Aun así, sirve para nombrar a una red real de progresistas urbanos, ONG, profesionales, activistas que militan en causas de derechos, anticorrupción y reformas. Más allá del mote, interesa su gramática del descontento: un repertorio táctico que convierte malestar difuso en presión política tangible. Esa gramática no es exclusiva, pero en este campo se ejecuta con consistencia y alcance.
El primer movimiento es el encuadre moral. El conflicto se traduce a dilemas simples —legalidad versus abuso; ciudadanía versus clase política— que bajan el costo de entrada a la protesta y tejen coaliciones amplias, aunque inestables. Le sigue la infraestructura cívica: ONG, clínicas jurídicas universitarias y colectivos profesionales que aportan logística, defensa legal y monitoreo de derechos humanos. El tercer paso es la articulación digital–calle: redes que coordinan puntos de reunión, documentan abusos y crean unanimidades efímeras a golpe de video corto.
Hay también legalismo estratégico —amparos, litigio, control constitucional— que traslada el reclamo de la plaza a las instituciones, y una internacionalización calculada que eleva costos reputacionales cuando el Estado se excede. La estética ciudadana —bandera, memoriales, símbolos inclusivos— busca neutralizar la acusación de radicalismo y atraer clases medias. Y, en teoría, se cuida la no violencia estratégica para preservar legitimidad.
Nuestro ciclo político, de 2020 a 2024, echa luces y establece límites. La caída de Manuel Merino condensó un mensaje ético poderoso y una movilización veloz que unificó sensibilidades diversas. En cambio, el proceso frente a Dina Boluarte muestra una oposición más fragmentada territorial y programáticamente, con fatiga cívica y mayor conflictividad en regiones. En ambos casos, la presión popular resultó decisiva para el rumbo, pero también reveló un patrón peligroso: sin reformas de representación, la vacancia se normaliza como atajo.
El espejo comparado ayuda. Tenemos que Chile probó la potencia, a la vez que la fragilidad, del encuadre moral cuando no se traduce en mayorías electorales estables; en tanto que Hong Kong mostró los límites de la movilización distribuida cuando el entorno institucional se endurece. La lección es que, si bien internacionalizar sirve, no sustituye el anclaje doméstico. Abrir procesos es más fácil que cerrarlos con consensos.
¿En qué fallan los llamados “caviares”? Tres nudos: sesgo metropolitano, que no conversa con economías populares y regiones; coaliciones que marchan juntas, pero negocian por separado; y transición del activismo al gobierno, donde la épica cede ante la administración.
De cara al 2026, la salida no es demonizar a nadie, sino acordar reglas que reduzcan incentivos al atajo: umbrales y financiamiento limpio para partidos, primarias con veeduría, límites claros a la vacancia y la cuestión de confianza, justicia abierta y participación con identidad digital verificable. Si la energía de la calle encuentra cauce en instituciones confiables, el descontento dejará de ser chispa intermitente y podrá volverse motor democrático.
Esa es la gramática que aún nos falta escribir.
Por José Oré León
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