La informalidad política y su laberinto
Vivimos un ciclo político que eclipsa los argumentos tecnocráticos que sostuvieron las políticas públicas los últimos 20 años. No sorprende, por ello, la elección de ministros y funcionarios en puestos claves de gobierno que serían insostenibles en tiempos pasados, pero hoy son necesarios para sobrevivir en un picado mar de intrigas y componendas políticas.
Existe otra variable, por cierto, que convierte este mar de intrigas en una vorágine disruptiva de las viejas reglas de juego de las democracias y los Estados de Derecho. Me refiero a la expresión política de esa informalidad e ilegalidad económicas que vienen tomando por asalto el Estado. Ocurre en el mundo empresarial y también en los partidos y movimientos políticos.
La captura del Estado en manos de estos informales e ilegales de la política es cada vez más notoria y mayoritaria. Lo que antes eran acuerdos para distribuir cuotas de poder al interior de un gobierno, hoy —en modo informal— se convierten en batallas clandestinas y luchas intestinas por capturar las cuotas del otro, sin diálogo, concertación ni negociación previa. Se gana a sablazo o chaveta limpia, como se diría en el mundo del hampa.
Eso es lo que estaríamos viendo, con mucha preocupación, cuando al más alto nivel del gobierno central se hace visible una pugna entre dos bandos: el premier Otárola y la presidencia de los hermanos Boluarte.
Las dos últimas semanas, sus operadores habrían filtrado información sensible que compromete el actuar de quienes nos gobiernan, convirtiéndose en la delicia de portadas de diarios y reportajes en los programas políticos dominicales. Ambos juegan en alianza con facciones y partidos del Congreso, citando, interpelando y buscando la censura del ministro que pertenece al otro bando.
La pregunta de fondo es: ¿qué ganamos como país? ¿Quién gana una batalla entre dueños temporales del poder político? Ellos no ganan. Únicamente se desgastan y agotan más rápido su corto tiempo en el poder. Tampoco prosperan los negocios vinculados a sus causas, porque tarde o temprano serán expuestos mediáticamente como intereses en conflicto. ¿Quién gana?
Lo más irónico es que mientras nuestra informal clase política hace realidad su versión de pandillas de Nueva York en sucesivas tomas de Lima, los otros países de la región aseguran alianzas estratégicas con los bloques económicos más importantes del planeta: Estados Unidos, Canadá y México, la Comunidad Económica Europea y el Asia Pacífico. ¿Queremos seguir siendo simplemente puertos de carga para materias primas que otros transforman en valor agregado, o insertarnos en una dinámica de grandes inversiones con visión a futuro? Una que no se reduce a pocos años de gobierno, sino a planes de 30, 40, 50 y 100 años. ¿Por qué perder el tiempo en enfrentamientos de barras bravas, cuando la verdadera competencia está en la minería, agroindustria y desarrollo energético global, entre otros sectores claves donde sí tenemos ventajas como país? ¿Nos podemos tomar esto en serio?
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