La inmunidad parlamentaria
El martes 20 de mayo, la Comisión de Constitución del Congreso de la República aprobó el predictamen que propone restablecer la inmunidad parlamentaria.
Este concepto tiene raíces históricas profundas. En la antigua Roma, los tribunos de la plebe eran intocables: no podían ser arrestados, castigados ni dañados físicamente. El término sacrosanctitas aludía a su “inviolabilidad sagrada”, establecida en los primeros tiempos de la República romana a favor de los tribunos elegidos por los concilium plebis.
En la modernidad, la inmunidad parlamentaria surgió formalmente en Francia y fue reconocida en la Constitución de 1791. Su fundamento se halla en la separación de poderes planteada por Montesquieu: garantizar que el Poder Legislativo tenga autonomía frente a otros poderes del Estado, evitando así que sus miembros sean detenidos o procesados arbitrariamente.
Aunque hoy los parlamentarios no están expuestos a la represión que caracterizaba los inicios de la democracia, el principio permanece vigente. Su essentia es impedir que los legisladores se vean intimidados por autoridades judiciales o gubernamentales en el ejercicio de su función. Deben estar protegidos frente a denuncias motivadas por intereses políticos o venganzas personales.
En ese sentido, el hecho de que un parlamentario no pueda ser detenido ni enjuiciado sin autorización previa del Congreso constituye una garantía institucional. No se trata de un privilegio individual, sino de una protección del cuerpo legislativo, pues sus miembros actúan en representación del Parlamento, y es esa función la que se protege.
Sin embargo, esta garantía ha sido, en múltiples ocasiones, tergiversada y utilizada como escudo para la impunidad. El problema no es exclusivo del Perú, pero en nuestro país se ha convertido en un motivo de desprestigio para el Congreso.
La Sentencia del Tribunal Constitucional en el Expediente 0006-2003-AI/TC precisa que se trata de una “garantía procesal penal de carácter político”, cuyo objetivo es evitar que se utilice la vía judicial para perturbar el funcionamiento del Congreso o modificar su composición. Es decir, la inmunidad protege al Parlamento, no al parlamentario como persona individual.
En la práctica, la aplicación de esta prerrogativa debería ser clara: si la acusación contra un congresista tiene fines políticos, la inmunidad debe protegerlo; si no hay motivación política, el Congreso debería autorizar que el caso siga su curso normal. El equilibrio es delicado pero necesario.
Idealmente, en un país donde el sistema de justicia sea independiente, la inmunidad parlamentaria sería innecesaria. No obstante, en el Perú, donde el nombramiento de jueces provisionales y la intervención política en el Poder Judicial son prácticas comunes, esta prerrogativa cobra especial relevancia.
El contexto actual exige repensar la inmunidad parlamentaria no como una herramienta de protección personal, sino como un mecanismo para garantizar el funcionamiento libre y autónomo del Congreso, sobre todo en escenarios donde la corrupción, los intereses económicos y las presiones políticas amenazan a quienes buscan fiscalizar o legislar con independencia.
Restablecer la inmunidad no debe significar proteger a los corruptos, sino blindar institucionalmente a quienes, desde el Congreso, se enfrentan al poder real que corroe al Estado desde dentro.
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