La Navidad: una canción y tres estrofas
Por Edistio Cámere
Aplausos para la Mujer
Dios, para cumplir su promesa de redimir al hombre, pudo utilizar muchos caminos. Ninguno de ellos le estaba vedado porque Él podía hacerlo. Sin embargo, eligió hacerse hombre. Aun así, pudo aparecerse como una persona adulta. Prefirió nacer de mujer, ¡quiso tener una madre! Ingresó a la historia de la humanidad a través de una mujer. ¡Qué entraña bendita tiene la mujer, en ella se germinó la Vida y, a través de ella, continúa en don de la vida! Es Dios mismo quien la reconoce y ensalza explícitamente eligiéndola como su Madre. Aquel que podía imponer su voluntad, le pregunta. María responde, dándole el sí con libertad y responsabilidad. La mujer no tiene que demostrar nada. Como María, tiene la misma dignidad que el hombre; y como la Virgen, goza de una grandeza querida expresamente por Dios.
La familia
Jesús nace en el seno de una familia. Crece en edad y en sabiduría al amparo de sus padres. Sus rasgos físicos los hereda de la Virgen. De José adquiere modos, gestos y dichos y aprende las habilidades de un buen artesano. Dios, al hacerse hombre naciendo de mujer y viviendo en el seno de una familia, rubricó su trama y su dinámica. Es en la cadencia del día a día, donde Jesús se preparó en lo humano para cumplir con su misión redentora.
Cada hijo es expresión del amor de sus padres, quienes lo conservan fresco hasta el fin de sus vidas. Así, los cuidados, los desvelos, la atención, la guía, la corrección, etc., manifestaciones del amor paternal, facilitan que su hijo crezca seguro e incorpore convicciones y modos de ser. La educación – la básica y permanente- tiene como escenario insustituible la familia, porque a sus miembros se les trata y aprenden a ser personas y, porque el amor los vincula. Educar es tarea ineludible de los padres. Pretender usurparla o desligarse de ella es violentar la misma esencia de la paternidad. La proximidad biológica y la cercanía afectiva son centrales para una educación centrada en la singularidad e irrepetibilidad de la persona.
El valor de lo ordinario
La historia familiar se va tejiendo con las vivencias cotidianas. No se fragua esa historia con sucesos extraordinarios que, por otro lado, no es lo propio de la familia. Los detalles ordinarios van dejando poso en sus miembros, afirmando la relación, dándole matices especiales con arreglo a la edad y al tiempo transcurrido juntos. Construir una historia no significa observar juntos cómo los años pasan, significa darles un sentido comunitario especial, pues contiene lo peculiar de cada uno y lo singular de los esposos en el marco de un complementarse y hacerse uno. Apostar a la historia familiar es un modo radical de amar. El amor no se detiene en aceptar a la persona, también acepta sus circunstancias. La sabiduría popular insiste en que el camino a la felicidad no es corto, no es disperso: tiene nombre propio, el del otro cónyuge.
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