La noche sin ventanas (III)
Tola no se esfuerza en lograr imágenes, y persiste, más bien, en un lenguaje llano y subyugado a la historia. Lenguaje funcional, le llaman. Aun así, no puedo señalar que un atributo de esta novela sea su lenguaje claro, porque si me voy a tragar poco más de 400 páginas lo mínimo que pediría es que estas sean digeribles.
Esta novela, como ya dije, se ha visto obligada a sufrir de obesidad. Tola no desaprovecha el subgénero y hace aparecer —sin que les saque el menor partido— a personajes como Jean-Paul Sartre, Abraham Valdelomar, César Vallejo (esposa incluida), José Carlos Mariátegui, etcétera. Entiendo que su sola mención le otorga ambiente a la novela («ambicioso fresco», dice la contraportada), pero lo intolerable es que las acciones de estos personajes sean tan banales como los diálogos y que no aporten nada a la narración.
A estas alturas nos damos cuenta de que esta novela no es tan vargasllosiana, como dijo alguien por allí en una reseña. Me cuesta creer que esa persona haya visto la sombra de Mario Vargas Llosa proyectándose sobre Tola (¡qué bueno fuera!).
Tola es torpe cuando introduce cambios de tiempo en la narración, y el lector puede notar que resultan abruptos y nada finos. Cae además en el uso de la exposición forzada en ciertos tramos del libro y esto, de verdad, ya resulta imperdonable (y para entender este desliz inventemos un ejemplo de exposición forzada: «Oh, querido Ernesto, recuerda que eres mi amante hace 22 años y cinco meses y que mi esposo, llamado Juan Pérez, abogado de profesión, y con quien llevo casada 42 años, está a punto de partir a Roma hoy a las seis de la tarde»). Ahora Tola: «No se castigue tanto, Gálvez. ¿No me dice que todo este tiempo no ha parado? ¿Que luego de nuestra estadía en el Hotel Dreesen lo destinaron a Madrid y después debió viajar por toda Europa?» (p. 411). No, el tal Gálvez nunca dijo nada al respecto.
Por todas las deficiencias mencionadas (y quedan muchas más por anotar), la narrativa de Tola está más emparentada con la de Alonso Cueto. La noche sin ventanas (Alfaguara, 2017) es, por tanto, una novela cueteana (aquí va un neologismo). Sin embargo, no hay que ser mezquinos. Tal vez solo una cosa se podría rescatar de esta novela fallida, y creo que aquí el sentimiento es unánime: la portada es bonita.