«La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre»
Queridos hermanos, estamos celebrando el Segundo Domingo de Navidad. ¡Feliz Navidad a todos! En este tiempo hacemos regalos porque Jesús mismo es el gran regalo que Dios nos ha dado, un regalo que nos trae felicidad, humildad y fuerza para afrontar el sufrimiento.
La primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico, nos habla de la sabiduría, que se hace carne y acampa entre nosotros. La sabiduría, que hace su propia alabanza, encuentra su lugar en Jacob y fija su heredad en Israel. Esto significa que la sabiduría se encarna en lo débil, en lo humano, para redimirnos y darnos vida. Qué hermosa profecía: la felicidad verdadera está en Jesús, la encarnación de la sabiduría divina. El texto nos recuerda que la sabiduría “encuentra descanso” y “en Jerusalén recibe su poder”. ¿Qué significa esto para nosotros? Que en la Iglesia, representada por Jerusalén, está el poder de Dios para liberarnos del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Es en la Iglesia donde encontramos la plenitud de la vida.
En el Salmo 147 respondemos: “Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión”. Nos invita a alabar a Dios porque en su Iglesia encontramos la paz y la vida eterna, que Él nos da gratuitamente. Dios ha puesto paz en nuestras fronteras y nos sacia con lo mejor. En este tiempo, lo que más necesitamos es paz, y esta paz nos la ofrece la Iglesia, a través de la reconciliación con nuestros hermanos, con nuestra familia y con todos aquellos que, de alguna forma, nos han herido.
La segunda lectura, de la carta de San Pablo a los Efesios, nos recuerda que Dios nos ha bendecido en Cristo con todas las bendiciones espirituales en los cielos y en la tierra. Nos eligió desde antes de la creación del mundo para que fuésemos santos. Dios te ha elegido a ti y a mí para la santidad. Este es nuestro destino, nuestra vocación: vivir en autenticidad y verdad, lejos de la corrupción y las mentiras. San Pablo nos dice que Dios nos ha destinado a ser sus hijos, una herencia que supera cualquier riqueza terrenal. Por eso, en este tiempo de Navidad, ¿cómo no dar gracias a Dios por este regalo? Somos hijos de Dios, llamados a ser santos y a vivir en plenitud.
En el Evangelio de San Juan, escuchamos esas palabras tan profundas: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”. La Palabra, es decir, Jesús, tiene el poder de regenerarnos, de transformarnos en un hombre nuevo. Todo lo que existe fue creado por Él, y sin Él no se ha hecho nada.
El Evangelio también nos habla de Juan el Bautista, quien da testimonio de que Jesús es la luz que viene al mundo, aunque muchos no lo reconocieron. A los que lo recibieron, sin embargo, les dio el poder de convertirse en hijos de Dios. Este es el gran misterio y regalo de la Navidad: Dios se hizo carne, habitó entre nosotros y nos dio su Espíritu Santo. Hemos contemplado su gloria, la gloria que solo puede venir del Hijo de Dios. Juan el Bautista da testimonio de esta verdad, y nosotros somos llamados a hacer lo mismo. María ofrece a Jesús como el gran regalo de Dios a la humanidad, y José, aunque pensativo, confía en que la Palabra de Dios se cumplirá.
Queridos hermanos, al comenzar este nuevo año, pidamos a Dios algo que verdaderamente tenga valor eterno: que su Palabra se haga carne en nuestras vidas, que nos transforme y nos haga vivir como verdaderos hijos de Dios.
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros. Feliz Navidad, y rezad por mí, que también lo necesito. Muchas gracias.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Palacio
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