La rendición anunciada de una nación
Cada día se violan derechos, se burla la ley y la historia se repite cíclicamente. Lo grave es que ya ocurre sin asombrarnos, y solo nos indignamos cuando estamos comprometidos, en calidad de víctimas, en alguno de estos eventos. Surge un escándalo de corrupción y respondemos, con un encogimiento de hombros: “Así es Perú”. Eso no está bien, no es sano, es una tragedia, y tiene nombre: indefensión aprendida.
Este término proviene de la psicología, no del derecho. El psicólogo estadounidense Martin Seligman lo acuñó en los años sesenta del siglo pasado. Estudió cómo animales sometidos a castigos incontrolables terminaban por dejar de intentar escapar, incluso cuando podían hacerlo. Muchos conocemos el ejemplo del elefante bebé atado a una cuerda: al crecer, no intenta liberarse porque recuerda la limitación inicial y olvida su nueva fuerza. Algo parecido sucede con una nación cuyos pobladores viven bajo un sistema que los castiga, excluye y olvida… hasta que ya no esperan nada.
Durante siglos, el poder ha sido un privilegio, no un servicio. Desde la Colonia, pasando por la República criolla hasta nuestros días, hemos normalizado la idea de ciudadanos de primera y segunda, divididos por colores u otras clasificaciones insanas que debilitan la construcción social. La ley no ha sido, ni es, la misma para todos. ¿Lo será algún día? Si uno es poderoso, no teme al juicio; si es pobre, teme al policía.
La corrupción crónica es otro síntoma. Aunque cada gobierno promete “luchar contra la corrupción”, casi todos sus líderes acaban procesados y muchos encarcelados. La respuesta ciudadana no es indignación, sino costumbre. “Todos roban”, se dice, y el debate se cierra. La única diferencia aceptada es “pero hace obras”, como si la corrupción fuera un gen endémico.
Creemos en una justicia selectiva. Según Latinobarómetro (2021), el 78% de los peruanos no confía en el sistema judicial. Las víctimas prefieren callar antes que denunciar, no por ignorancia de sus derechos, sino porque han aprendido que ejercerlos suele ser inútil, peligroso o una pérdida de tiempo y recursos.
La desigualdad estructural agrava este panorama. La falta de movilidad social, la educación precaria y el centralismo económico se arrastran desde los años ochenta. En los sectores más excluidos, se escucha: “Nada cambiará”. No por ausencia de sueños, sino por la convicción de que no les tocará vivirlos.
El artículo 44 de la Constitución (1993) establece que es deber del Estado garantizar la plena vigencia de los derechos humanos. Sin embargo, la norma suprema no ha eliminado el abuso ni detenido la represión. Cuando el derecho no defiende, sino justifica el poder, se vuelve un escenario más de injusticia.
¿Puede el derecho revertir esta resignación colectiva? Sí, pero no con discursos vacíos. Necesitamos un derecho con rostro humano, que vea la desigualdad como obstáculo jurídico. La indefensión aprendida se combate con gobiernos que cumplan las leyes, universidades que formen mentes críticas, jueces que no teman al poder y ciudadanos que se atrevan a jalar esa cuerda invisible. Solo entonces dejaremos de ser un pueblo que aprendió a no defenderse… incluso cuando podía.
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