La sinestesia de la incapacidad moral
En Roma, solo los ciudadanos romanos eran los que tenían todos los derechos civiles y contaban con la llamada “existimatio”, que era su prestigio. Esta reputación o fama, incluyendo derechos, podía verse pública y legalmente degradada por haber realizado conductas consideradas deshonrosas o contrarias a las virtudes sociales, lo cual se llevaba a cabo mediante el proceso llamado “infamia”.
Recordemos también que, en aquel tiempo y lugar, se distinguía entre la capacidad legal para actuar y la capacidad ética para ocupar posiciones de relevancia. Acá podemos encontrar el inicio de la aptitud y actitud, respectivamente, para la función pública.
Durante la Edad Media, lo ético (personal) y lo moral (social) fueron tomados por las doctrinas religiosas, especialmente en el derecho canónico. Por ello, la antes llamada “infamia” pasó a denominarse “incapacidad moral” y se asoció al pecado y la transgresión de los mandatos divinos.
En la Ilustración, Montesquieu y Rousseau replantearon estas ideas. En especial Rousseau, quien en El contrato social (1762) enfatiza la necesidad de que los gobernantes fueran no solo competentes, sino también moralmente ejemplares. Este principio fue incluido en las primeras constituciones europeas y llegó, luego de la independencia de las colonias, a Latinoamérica, como un mecanismo para destituir a autoridades cuya legitimidad y confianza pública hayan cambiado.
Pero, ante la dificultad de contar con alguna autoridad o institución que pueda precisar este término, nos atrevemos a dar unos lineamientos referidos a la incapacidad moral: es la falta de idoneidad ética para ejercer un cargo público o realizar actos jurídicos específicos que debe analizarse en el contexto puntual, en un momento y lugar determinados. Esto recae en la valoración subjetiva de la conducta y los principios del individuo, para lo cual vale tener presente que todos tenemos una escala de principios y valores diferente.
En Perú, encontramos esta figura jurídica desde la Constitución de 1939 como “imposibilidad moral”, apareciendo también en la de 1993 como “incapacidad moral permanente”. Esta figura brinda la posibilidad de vacar al presidente de la República, conforme lo establece el artículo 113 de la Constitución de 1993, como una forma de control político en manos del Congreso.
Hemos tenido varios casos de vacancia en nuestra historia republicana: José de la Riva-Agüero en 1823, Guillermo Billinghurst en 1914, Alberto Fujimori en el 2000, Pedro Pablo Kuczynski en el 2018, Martín Vizcarra en el 2020 y Pedro Castillo en el 2022. Actualmente, la presidencia ha afrontado varios procesos, y algunos continúan.
Como hemos visto, el uso de esta institución carece de criterios objetivos, se presta a interpretaciones subjetivas que pueden obviar la seguridad jurídica y el debido proceso, y puede ser instrumentalizada como una herramienta de polarización política. Esto ha sido señalado por el maestro y jurista Ronald Dworkin en El imperio de la justicia (1986), cuando dice que la integridad de un sistema jurídico no reside en su moralidad uniforme, sino en su capacidad de garantizar que las normas se apliquen con justicia y equidad para todos.
Recordemos lo que nuestro profesor José León Barandiarán nos dejó en La función del derecho en la sociedad (1956), al puntualizar que el derecho no solo debe regular la conducta, sino también inspirar confianza y credibilidad en las instituciones que lo aplican. Espero que nuestro sistema jurídico inspire justicia y cohesión social para el bien común.
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