Las líneas de las manos
Dicen las profecías que se remontan a los hindúes y a los romanos, que en las palmas de las manos está escrito nuestro destino.
Si los ojos son las ventanas del alma, las manos podrían ser su jeroglífico. Las miro y me pregunto por qué no guardar en ellas el porvenir, la memoria del olvido, los enigmas del corazón.
Los quirománticos y las gitanas que leen el futuro leen también el pasado. El río del tiempo es inasible y todo está escrito, todo fluye. Los mitos y leyendas que están en los albores de la humanidad, están también en los sueños que los psiquiatras archivan en los hospitales. El primer Edipo es casi igual al último. El ovillo de Dédalo que Adriana desenredó para salir del laberinto, es el mismo que nosotros desenredamos a diario para encontrar la puerta, todas las puertas, Nuestra noche es idéntica a la inextricable selva de Dante y nuestro miedo similar al que Ana Karenina sintió antes de arrojarse a las ruedas de un tren. Y esa noche y ese miedo están grabados en algún lugar con caracteres indelebles.
Cuando Eneas en el fondo del mundo cruzó el río de los muertos, recién pudo hablar con la sombra de su padre y conocer en las aguas de ese río el destino de Roma que estaba a punto de fundar. Todo está escrito. Todo fluye. La vida es un arduo ejercicio para aprender a leer esa bitácora.
La tarde en que el coronel Aureliano Buendía llevó a sus hijos a conocer el hielo, sabía no sólo que era el diamante más grande del mundo, sino que en él estaban escritas la desventura y la soledad de los cien años de soledad que se cernían sobre sus vidas. Tocarlo era como empezar a descubrir para qué estaban hechos, para qué habían venido. Desde que somos niños todos buscamos ese diamante.
Aturdidos por el ruido de la ciudad, creemos que brilla en las luces de neón de las autopistas, en las vitrinas de las tiendas, en las marquesinas de los cinematógrafos. Toda una vida tardamos en comprender que llevamos ese diamante en el pecho y que para tocarlo no hay nada más que amar, y que sus destellos de un solo instante de felicidad bastan para ver el futuro de varias generaciones.
Cada vez que intento torpemente leer algunas manos, oficio uno de los más antiguos rituales de la historia que los hindúes trataron de comprender y los romanos de perpetuar. Las líneas se dibujan con nitidez o se pierden con sutileza. Esta es la del amor y esta es la de la muerte. Convergen, divergen, se esparcen en una orografía única que simula el firmamento y que yo debo interpretar como un poema.
Las manos de mi esposa y las de mis dos hijos están allí y me ofrecen el amor y la cifra del amor. Veo en ellos sus líneas y recuerdo los versos de Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...” Qué será de la mía no lo sé, pero sé que esas manos reflejan sus ríos y sus sangres. Y que en ellas está la clave de lo que he sido y lo que seré en la vida y en la muerte.
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