¿Las últimas horas de la presidencia?
La gran pregunta de fondo, desde que se desató la crisis de los Rolex, es si la presidenta Boluarte se ve debilitada o fortalecida, tras una sucesión de situaciones que buscan su vacancia o renuncia (impulsada por una izquierda radical y moderada que nuevamente coinciden), o sostenerla en el poder el tiempo que sea necesario mientras se aclara el panorama electoral (impulsada por una derecha y centro derecha conservadoras que se unen como bloque mayoritario en el Congreso).
Lo cierto es que el ejercicio del poder no es únicamente un juego de narrativas en conflicto que logran desestabilizar al mandatario de turno simplemente porque las cosas no se ven o no se perciben tan bien. Este se ejerce principalmente por un principio de realidad institucional y una realidad fáctica. Así ocurre en los Estados de derecho. Y el nuestro aún conserva rasgos institucionales que le permiten defender el precario equilibrio de poderes que viene dándose en el país, aunque estos se encuentren en pugna por ver quién tiene la hegemonía. No podemos convertirnos en una trituradora de presidentes.
En este sentido, el respaldo recibido por la presidenta Boluarte por parte de los principales partidos políticos del Congreso, aquellos que impedirían con sus votos una posible vacancia, el respaldo recibido por los altos mandos militares y policiales que aparecieron junto a ella el domingo en el cambio de guardia de Palacio de Gobierno, y los seis cambios de ministros que hizo ayer en el Gabinete Adrianzén para recomponer la correlación de fuerzas con sus aliados políticos, finalizando ahora sí la etapa Otárola, son claros indicios de que el combazo de la Fiscalía en la puerta de su vivienda privada le puso en bandeja la oportunidad de fortalecer su posición de dominio en el juego del poder político del país.
La que sí está gravemente dañada es la investidura presidencial, es decir, la máxima representación política que hasta hoy existía en el país. Cada nueva denuncia, cada nuevo combazo, cada nuevo minuto que pasa sin una respuesta oportuna y clara, con claros vacíos de comunicación política y de demencia gubernamental, lo único que logran es socavar esa poca institucionalidad que sostiene nuestra débil democracia, convirtiendo la desgracia del enemigo político en un nefasto insumo para que las fuerzas autoritarias y radicales cosechen sobre los escombros de un Estado que comienza a destruirse a sí mismo.
¡Cuidado! Esta psicopatología que ya forma parte del ADN de nuestra clase política está incubando un riesgo mucho mayor. El daño a la investidura presidencial (más allá de las investigaciones que deben hacerse con el debido proceso a la persona que ocupa el cargo) es que el vacío de poder generado termine creando y recreando esos abortos políticos que estamos acostumbrados a parir en nuestra historia política cada cierto tiempo. Sería nefasto para el país repetir los errores del pasado, esos que dieron vida a Sendero Luminoso y Abimael Guzmán, o el reciente y lamentable gobierno del ex presidente Pedro Castillo. ¡Advertidos estamos!
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