Lección aprendida
Lo ocurrido en el vecino país de Bolivia tiene que llamarnos, una vez más, a una profunda reflexión: esa extraña fascinación por el poder y tratar de perpetuarla a como dé lugar, tiene sus riesgos y resulta perniciosa para la democracia. Una similar experiencia la vivimos hace unas décadas con todas sus consecuencias y la hemos visto en otros países con resultados catastróficos para sus gobernados. No es bueno pretender arrebatos de poder que se extienden más allá del tiempo permitido por la ley y la Constitución Política, en cada caso. Ojalá nos sirva, una vez más, para una adecuada y correcta reflexión.
La crisis en el hermano país de Bolivia no ha pasado ni se ha resuelto con la renuncia obligada del ex presidente Evo Morales. La situación sigue siendo compleja, pero encontrará su destino final dentro del marco del respeto a la ley y al mandato constitucional de ese país. Es lo que ha empezado a ocurrir, en todo caso, con la asunción temporal de la presidencia de la senadora, Jeanine Áñez Chávez, legisladora opositora de 52 años al régimen de Morales. Ella asumió el cargo en una asamblea legislativa con ausencia de los parlamentarios del oficialismo, vinculados al Movimiento al Socialismo.
Se le acusó al expresidente Morales de torcer la voluntad de su pueblo en las elecciones recientes, con la finalidad de continuar en el poder. Había ganado, antes, tres veces consecutivas las elecciones, modificando el mandato constitucional que impedía la no reelección presidencial. Evo Morales había hecho del plebiscito su mejor arma de perpetuación en el poder, respaldado por su amplia aceptación de aprobación en las encuestas. Lo que no vio, sin embargo, fue que, por dentro, el pueblo boliviano venía alimentando el rechazo a muchas de sus políticas públicas y, sobre todo, al uso abusivo en su apego al poder y al gobierno.
En varias oportunidades muchos analistas de la política boliviana y no sólo opositores políticos declaraban a la prensa extranjera que las bonanzas económicas que el expresidente declaraba como logros, no les estaba llegando a la mayoría de la población. Y se quejaban, por el contrario, de que el desgaste del gobierno de Morales se debía a los “mensajes de soberbia, de corrupción, de no respeto de la palabra empeñada y de violación a las normas éticas de la convivencia”, que eran, cada vez, más reiterativas. El ex mandatario no escuchó la voz real de su pueblo, acostumbrado a oír sólo aquello que su entorno más cercano quiere que escuche y ahí están los resultados. Todo exceso en el mal uso del poder tiene, lamentablemente, este final.
Varios son los muertos en las protestas callejeras. La violencia no se ha podido detener con la renuncia. Ella sigue siendo alimentada por el rencor, la impotencia acumulada y, en mucho, el odio y racismo incubados por los líderes de discursos radicales. En una nación de mayoritaria población indígena estimular la lucha racial a partir del color de la piel, el idioma o el color del cabello no ha sido lo más edificante ni inclusivo, por cierto. Al igual que al ex presidente, a la actual, Jeanine Áñez, también se le acusa de racista. Ella misma supo alimentar esta imagen a través de sus redes personales, lamentablemente.
No se puede dejar de reconocer muchos avances en la gestión del ex presidente y primer indígena boliviano en ese cargo, sobre todo en la erradicación de la pobreza extrema, la entrega de tierras a los más pobres para que la cultiven y, lo que muchos han destacado, el crecimiento de la economía boliviana. Todo ello, sin embargo, se echó por la borda, por el empecinamiento de Evo Morales de pretender una cuarta reelección, acudiendo, para ello, a triquiñuelas legales que buscaban avalar sus aspiraciones, sin medir que resultaba contraproducente insistir por ese camino, porque el pueblo no se lo permitió, finalmente. Ojalá los líderes y políticos de otras latitudes hayan aprendido la lección. Y nosotros mismos.
Juez Supremo