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Lectura de un desastre

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Fecha Publicación: 02/11/2024 - 22:50
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El Perú es un país de inercias políticas, pero con la probada capacidad de sus ciudadanos de romperlas mediante algaradas explosivas y determinantes.
Una referencia inevitable la constituye el ajusticiamiento popular de los hermanos Tomás, Silvestre y Marceliano Gutiérrez en julio de 1872, todos coroneles del ejército peruano involucrados en el golpe de estado al gobierno de José Balta y su posterior asesinato. Golpe gestado para impedir el ascenso a la presidencia de la República de Manuel Pardo y Lavalle, primer civil en acceder a la primera magistratura desde la independencia.
Se sostuvo mucho tiempo que la reacción del pueblo ensañándose contra los Gutiérrez (los cadáveres de dos de ellos, completamente desnudos, fueron colgados en las vigas de la catedral de Lima) obedeció a su cansancio de la conducción caudillista del país por parte de los militares. En los años 70 del siglo pasado, la historiadora Margarita Giesecke hurgó más en el episodio, encontrando otras motivaciones relacionadas al amplio espectro social informal de la época que se había visto beneficiado por las políticas públicas de Balta y temía perder sus pequeños privilegios (Giesecke, Margarita: Masas urbanas y rebelión en la historia. Golpe de Estado: Lima 1872. Lima, CEDHIP, 1978).
Tras la guerra con Chile y suscrito el Tratado de Ancón en el gobierno de Miguel Iglesias, el héroe Andrés Avelino Cáceres levantó banderas nacionalistas contra esa decisión y se hizo del poder con mano de hierro tras deponer a Iglesias y llamar a elecciones. En 1890 se las arregló para imponer a su vicepresidente Remigio Morales Bermúdez como su sucesor, persiguiendo y encarcelando a los opositores encabezados por Nicolás de Piérola (Partido Demócrata). Y en 1894 retomó la presidencia, pero fue expectorado por Piérola y los civilistas al año siguiente.
Todo el siglo XX es un retrato de caídas o salidas democráticas de gobiernos autoritarios que jamás trascendieron poco más de una década (oncenio de Leguía, sexenio de Benavides, ochenio de Odría, septenato de Velasco, ochenio de Fujimori). En nuestro país resultarían inconcebibles dictaduras de larga vida como las de Cuba, Venezuela o Nicaragua, porque la resistencia popular las desbarataría.
Sin embargo, también tuvimos presión de la calle y mediática que hizo caer la sucesión constitucional de Manuel Merino tras la vacancia de Martín Vizcarra. Guste o no, es un antecedente vivo y reciente que podría replicarse ahora ante un gobierno debilitado al extremo y rodeado de sospechas sobre inconductas, como el de Dina Boluarte.
La ausencia de liderazgo, credibilidad, reconocimiento mínimo a las figuras de Boluarte y su premier Gustavo Adrianzén, dibujan un escenario patético donde nadie puede asegurar (como muchos lo hicimos a principios de 2024) que permanecerán en la administración del Estado hasta el 2026. Incluyendo el respaldo del desprestigiado Congreso, no suma índices en la complacencia ciudadana y agrega más bien motivos para la rebeldía. Antes que su cuello, los parlamentarios preferirán entregar el de Boluarte y su corte de adulones.
El desastre es un hecho. Negarlo por inercia es un tremendo error.

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