Liderazgo y propósito
Todo el problema de la oposición radica en su falta de propósito trascendente y de liderazgo. Empecemos por lo segundo. Desde la muerte de Alan García el sistema democrático, capitalista y popular quedó sin cabeza. En realidad, García representaba paradójicamente ese fujimorismo sin Fujimori que continuó con sus matices desde la caída ignominiosa del fujimorato a principios del siglo XXI. García también era el referente contra la visión caviar del mundo que se había o pretendía enseñorearse del Estado, la cultura y la sociedad sentado en la constitución fujimorista ni más ni menos. Pero ya no hay García ni tampoco ningún liderazgo que se le asemeje. Los viejos líderes de todos los partidos no entienden que su hora ya pasó y que desenganchan cualquier opción de adhesión contra la cleptocracia seudocomunista que se ha enquistado en el poder. Y de más está decir que los jóvenes líderes no dan la talla. Sin liderazgo tendremos marchas como la del 5 de noviembre, concurrida pero no definitiva en cuanto al propósito se refiere. No está de más decir que el único propósito de la oposición parece ser que se vaya Castillo y su régimen. Pero el tema de fondo no es que se vaya Castillo, sino qué viene después. Digamos que venga una oposición articulada. ¿Qué régimen propone para el país? ¿Qué ilusión o fe en el futuro? ¿Qué discurso nuevo? La falta de propósito es, como se puede ver, otro gran ausente en la oposición. Por eso no enciende, no pega, no congrega. Cuando los nihilistas en el siglo XIX tenían como única consigna matar a los reyes a bombazos, los regímenes monárquicos no cayeron. No era suficiente matar al zar, sino reemplazar un régimen por otro, una narrativa que se concibiera superior a una caduca y en decadencia. Eso es lo que no tiene la oposición. Por eso su fracaso.
El liberalismo está desprestigiado e injustamente asociado con el fujimorato. El fujimorismo se ha vuelto un sancochado culposo que sobrevive del crédito del pasado, mientras el apellido Fujimori causa división y no unión. De ahí se sigue que la única alternativa para la oposición es tomar las banderas del conservadurismo cultural contra la agenda caviar-progresista que no deja de ser de izquierda. He ahí un relato nuevo al statu quo de los tiempos que corren en el mundo y que no dejan de ser asfixiantes y totalitarios con sus agendas de género, lenguaje inclusivo e igualdad de cuotas que pervierten la cultura de la excelencia humana. Quien tome esas banderas tendrá un discurso, una narrativa y un propósito que presentarle al pueblo. Un potente aliado aquí es la religión en términos sociológicos. El catolicismo tiene como lastre la doctrina social de la iglesia y su apuesta por los pobres. No me interesan los pobres. Me interesa hacer del Perú un país de ricos. Los evangélicos tienen en ese sentido el atractivo del protestantismo que siempre ha incidido sobre la libertad y el éxito económico. ¿Quién no quisiera ser rico? ¿No es ese un potente discurso opuesto al clásico del aliento a los pobres y desvalidos que tiene la izquierda de todos los pelajes? Otra cosa que hay que cambiar es el sistema de gobierno. El presidente como jefe del Estado debería ser un árbitro entre las facciones. Debería reservarse para sí lo que realmente importa: el liderazgo de las FF.AA.; la dirección de la política exterior y de la policía. Todo lo demás, el día a día, tendría que estar en manos de un primer ministro salido del Parlamento. Fin de la inestabilidad política. ¿Pero alguien en la derecha piensa en ello?
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