Los 10 bits por segundo del cerebro y las malas decisiones políticas
El reciente estudio titulado “La insoportable lentitud del ser: ¿Por qué vivimos a 10 bits/s?” de Jieyu Zheng y Markus Meister, dos investigadores del Departamento de Biología e Ingeniería Biológica de Caltech (Instituto Tecnológico de California), ha revelado que el cerebro humano procesa información consciente a una velocidad de aproximadamente 10 bits por segundo, además de que solo podemos pensar una cosa en un momento determinado.
Si bien los sistemas sensoriales pueden captar miles de millones de bits de información por segundo, el cerebro prioriza y filtra solo lo que considera relevante para la supervivencia. Este “cuello de botella cognitivo” que procesa una mínima parte de información a la vez, también afecta nuestra capacidad para analizar situaciones complejas y tomar decisiones rápidas y efectivas, un fenómeno que tiene implicaciones directas en los mecanismos de decisión política.
La incapacidad del cerebro para procesar múltiples caminos de pensamiento simultáneamente explica por qué los seres humanos tendemos a simplificar problemas complejos en narrativas lineales basadas en nuestra subjetividad, según la cual todo sigue un orden lógico que anula otras posibilidades. Este sesgo de pensamiento unidimensional puede llevar a la radicalización de opiniones, donde las soluciones matizadas son descartadas en favor de posturas extremas.
Hannah Arendt describió en su análisis sobre el mal que la incapacidad de reflexionar profundamente puede llevar a la “banalización del mal”, que implica no darnos cuenta de que se cometen atrocidades por haberlas normalizado. En los contextos políticos, esta limitación cognitiva facilita la aceptación de ideas simplistas o propagandísticas que apelan a las emociones más básicas, dejando de lado un análisis crítico o reflexivo.
La manipulación de estas limitaciones cognitivas no es nueva, solo que ahora se puede comprender por qué funciona. Durante décadas, la propaganda ha explotado la tendencia humana a enfocar su atención en narrativas sencillas y emocionales.
Sin embargo, en la era de la ultraconectividad digital y el uso de inteligencia artificial, esta explotación ha alcanzado niveles sin precedentes, como se ha podido identificar en las últimas campañas presidenciales en distintos países, como EEUU, o las recientemente anuladas elecciones de Rumanía, y también en el contexto de las guerras que vive el mundo, como las de Rusia contra Ucrania, e Israel contra facciones terroristas, donde la propaganda juega un papel fundamental para todos los bandos.
Las herramientas de microsegmentación política y las narrativas basadas en big data vienen aprovechando el límite de procesamiento de 10 bits por segundo al dirigir mensajes políticos personalizados que resuenan con las emociones, temores y aspiraciones de segmentos específicos de la población. Estas estrategias no solo son efectivas para influir en las percepciones políticas, sino que también perpetúan la polarización al reforzar las burbujas de información, de las que las personas no quieren salir, consumiendo solo lo que está de acorde con sus ideas.
En contextos de crisis, donde la información es abrumadora y las decisiones deben tomarse con rapidez, este cuello de botella cognitivo se vuelve aún más evidente. Los líderes políticos, al igual que los votantes, enfrentan una cantidad limitada de información consciente que pueden procesar, lo que los hace más vulnerables a errores de juicio o a la utilización de la manipulación narrativa, algo que vivimos en Perú luego de las elecciones del 2021, cuando un sector de la población se resistía a aceptar los resultados electorales.
Con las elecciones del 2026 en el horizonte peruano, es crucial comprender cómo estas limitaciones cognitivas y las estrategias tecnológicas impactarán en el panorama político. Las campañas basadas en big data y microsegmentación continuarán siendo herramientas fundamentales para los partidos políticos. Sin embargo, también plantean preguntas sobre la responsabilidad ética de quienes diseñan estas estrategias.
El futuro de la democracia dependerá, en parte, de nuestra capacidad para educar a los ciudadanos sobre cómo procesan la información y sobre cómo identificar y resistir la manipulación narrativa.
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