Los devaneos de la mirada
La persona más mirada debe ser aquella que mira desde un mirador. Curioso contraste para quien mira para admirar. Mirar no debe ser una acción que nazca del mero intento por fisgonear el entorno inmediato. Mirarse a sí mismo no significa no mirar; al contrario, implica sumergirse en las recónditas profundidades de la interioridad humana.
Mirar por mirar, curiosear, es como morar en habitación ajena con el riesgo de terminar la noche contemplando aquellos letreros que tienen la magia de hacer de la noche, día. Curiosear es siempre una acción que el hombre realiza con el afán de no verse tal como es. Los ojos nos engañan. Se mira lo que conviene a los propios intereses.
Mirar lo que no se debe o mirar lo que no se quiere, es caminar de espaldas con la pretensión de que los pies pisarán firmes en su cauce. ¡Qué pena! La caída está asegurada.
Mirar sin escuchar es como comer anticuchos sin palitos. Escuchar sin mirar, es repasar con la lengua el palito y decir ¡qué sabroso estuvo el anticucho! Siempre queda la duda de si comió carne o soja.
Si miro al otro, se esconde. Si no lo miro, recrimina mi altivez. La mirada no ataca, descubre. ¿Será que lo propio es original? Por eso se esquiva y se mira al infinito, aun sabiendo que la mirada, como el minero, busca siempre metales preciosos. Si lo mío es tan singular ¿por qué no se muestra?
La mirada no solo ve, también es vista, en tanto vista es decodificada, no por lo que dice sino por lo que expresa. Si acoge, respeta y atiende, quien mira se muestra. Al mostrarse, la mirada se hace dialógica. El diálogo es parte de la relación humana.
Cuando la relación se instrumentaliza, la mirada se torna esquiva a tal punto que, como el espejo, solo refleja. El reflejo no es coloquio, es monólogo. El agua refresca la tierra cuando se abren las compuertas. Mientras están cerradas, la tierra está ... pero sedienta.
Mientras se mira, los sentidos esperan su turno. La mirada reina y marca el paso. El mundo no solo es visible, también se le arrebata su belleza a través del tacto, del gusto, del olfato y de la escucha. La sola mirada lesiona la unidad del entorno. Mirar con el cuerpo nos hace parte, en cierto modo, se participa de la existencia y esencia de las cosas.
El hombre comprende, conoce, cuando en su totalidad se abre a la realidad. Entonces, cuando mira, su mirar contiene su rúbrica. Pues su mirar ya no refleja, comunica su vivencia que, como es suya, es original. Al cruzarse con la mirada del “otro”, intercambian originalidades con relación a un mismo bien: la naturaleza de las cosas.
Los ojos son la ventana del alma, dice la sabiduría; la física replica: “solo si la ventana está limpia”; aún la filosofía insiste: “la luminosidad del alma desempaña el vaho del cristal” pero es el amor el único que siempre distingue el brillo en los ojos.
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