Los moralistas
En la disputa, larga y muchas veces desatada, en la que los bandos ideológicos se asumen como propietarios de discernir qué es lo correcto y qué no lo es, no solo es una batalla de orden conceptual sino que las consecuencias son terribles para quien es derrotado. No se trata solamente de aceptar que los argumentos científicos por sí solos sean suficientes para confirmar una interpretación, sino que suponer ello es ya un acto de ingenuidad. El oponente abatido será castigado con el enfoque autolegitimado, sumamente tendencioso, de que la verdad está de una de las partes. Y solo allí. No como resultado de la acumulación de pruebas y evidencias, sino de niveles de persuasión comunicativa y de estratagemas muy astutas para instalar una tendencia en el circuito de creencias. Es decir, quien maneja mejor los recursos que dispone hace que su lectura de las cosas, sea la que domine y se ejecute con niveles de escarmiento desaforados.
En esa lógica punitiva, la que pierde es la verdad y, claro, cualquier posibilidad de diálogo real ya que se trata más bien de imponer una visión excluyente en la que la diferencia es sancionada a niveles de escarmientos públicos. No hay paz, no hay puentes de conversación o intentos de comprensión empática. Se trata de una maquinaria de ajusticiamiento de unos contra otros. En una guerra mediática y agotamiento de recursos que confirma las tesis de Hobbes. Al ser incansable, el vencedor, por más que sea temporal, hostiga con sus aparatos bajo su control, al contrincante ideológico, transformado ya en un enemigo.
En esa insufrible contienda se cruzan muchas líneas al punto que se vuelven indiscernibles los tradicionales parámetros de civilización y de reconocimiento de las fronteras entre el bien y el mal. Es más, aunque se consideraran esos márgenes, ya deja de importar e, incluso, convertirse en una tara ante el avasallamiento de un núcleo de verdades impuestas a punta de destrucciones del tejido básico de sana convivencia. Lo paradójico del asunto es que no se trata únicamente del color de las ideologías, sino que quienes la encarnan, al arrogarse la propiedad del discernimiento, actúan como unos desalmados sin control. Se tornan irreconocibles, se atribuyen dueños de tomar decisiones incluso sobre las vidas ajenas, pontifican insidiosamente para dirigir hasta las opiniones de los otros que no comulgan con las suyas. Nuevos cruzados de una imaginaria y despiadada guerra ideológica hasta fabrican su propia parafernalia y confeccionan sus códigos de identificación de sus aliados. Son los guerreros de la moral y van por el mundo con su montaje inventado, prestos al ataque a mansalva, listos para cazar como en los inicios de la humanidad.
Por supuesto, en esa imagen cuasi perfecta de sí mismos, no tienen fisuras éticas, no las reconocen como suyas ni que son parte constitutiva de su ser, se han forjado una autorepresentación de pureza moral y desde esa ficticia posición supremacista, deciden el futuro de los demás, los cancelan con alevosía, los sentencian moral y simbólicamente, penalizan a aquellos que se atrevan a apoyar al enemigo caído, clausuran presentes y, con la crueldad desencadenada atacan a quienes se piensan y sienten distintos. No hay lugar para el otro, salvo a los suyos, porque se adjudican ser amos y patronos de la verdad y el bien.
Por Rubén Quiroz Ávila
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