Los Reinos de Eielson
Creó con las palabras un reino y puso en él a un hombre para que lo habitara en el silencio. Era un poeta, es decir, un refugiado del reino en donde no se pone el sol pero cuyo dueño es la sangrienta luna. Su residencia estaba en todas partes menos en el Perú, su patria de tinieblas a la que sin embargo volvía para nacer de nuevo cada noche durante más de cincuenta años, lejos de su fulgor y de su sombra, de su abrigo; lejos de su carroña, puro, libre, reconciliado con los hados efímeros que pululan como cualquier mortal en la ciudad eterna.
Porque no usaba corbata ni sombrero o porque se enamoraba siempre en la llovizna, la gente decía que era loco: “La gente se ríe de mi corazón cuando estornudo, cuando lloro o cuando respiro, pero la verdad es que detesta mi cara de payaso asustado y sobre todo mi bolsillo siempre vacío y la oscuridad en que me muevo de destello en destello.”
Como Hesse era un solitario y se murió de viejo como él acompañado de sus fantasmas y sus sueños. Como Rimbaud y Rilke amó la belleza de los símbolos y las cosas desvaídas que se insinúan pero que nunca son. Era también pintor y en ese trance ha dejado rostros del tiempo, memorables, lúcidos, intactos. Cantor de la desesperanza y del vacío supo a toda costa esperar. ¿Qué esperaría la mañana del 9 de abril, vencido por los años, tan cerca de la nada, tan lejos de la vida y en la Roma de siempre que se llevó consigo?
Hizo poesía visible e invisible pero poesía al fin, reino del hombre sólo y exiliado. Su muerte, como La Primera Muerte de María, es apenas un trazo, una atroz pincelada sobre la vasta tela que se pasó cortando en esta vida; cortando y repujando tejedor de ilusiones, alfarero, labrador de palabras, espantapájaros clavado en la descomunal pradera, acariciado por el rojo sol, mojado por la lluvia, cagado por las aves del invierno, creador, dios del reino del hombre y su extravío.
En Milán, la ciudad en donde murió, escribió que “Todo el mundo dice /Que no soy un hombre sino un árbol derribado. /Nadie sabe/ Que entre mis ojos de niño y mi pecho cansado/
Hay solamente musgo, llanto, flores indecibles.”
Musgo, llanto, flores indecibles: qué manera de describir nuestra frágil pertenencia, nuestro permanente equipaje.
Los árboles no mueren de pie en los atribulados reinos del hombre. Son derribados por el vendaval o por la brisa.
Caen y no se levantan porque el musgo no los deja y el llanto y las flores indecibles no pueden ni deben florecer.
Solía mirar su cuerpo con ternura pero no se veía él, sino al otro: “el mismo mono milenario /que se refleja en el remanso y ríe”. Amaba el espejo en el que veía su espesa barba y su tristeza, sus pantalones grises y la lluvia: “mi puro glande, mis testículos repletos de amargura”. Y entonces en la noche del reino del infinito ocaso se decía: “Yo no soy el que sufre sino el otro/ el mismo mono milenario que se refleja en el remanso y llora”.