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Los últimos caballeros del mar

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Fecha Publicación: 07/10/2020 - 20:00
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Era el 21 de mayo de 1905 calendario juliano, en el puerto de Sasebo, Japón. El mundo entero estaba con los ojos puestos sobre el país asiático. Hace siquiera unos días, el Imperio del sol naciente había hecho historia. Tras un breve y brillante combate, la flota nipona había logrado una sorprendente victoria naval frente al colosal Imperio

Ruso, ¡si, el aparente pequeño imperio había humillado a su gigantesco enemigo!
Sin embargo, no es el objeto de este escrito narrar la mundialmente conocida y estudiada guerra ruso-japonesa, ya que eso sería objeto de un minucioso y difícil estudio. Tan sólo, se quiere rescatar el tal vez más bello, pero desconocido, evento de la mencionada contienda, un momento breve y fugaz, tal vez hasta insignificante para la gran mayoría, pero en él se aprecia, la ocasión más esperada, pero poco encontrada en la guerra; el reencuentro y abrazo del vencedor con el vencido, la reconciliación, la... ¡ansiada paz!

En una apacible tarde primaveral, tuvo lugar la reunión entre el almirante Rozhestvensky, jefe de la derrotada armada rusa, y el almirante Togo, en el cénit de la fama, jefe de la victoriosa armada del imperio insular. Rozhestvensky se hallaba cautivo en el hospital naval luego de quedar herido en acción. Difícil imaginar el revoltijo de sentimientos de aquel hombre en esos días, entre la vergüenza, rabia e inclusive depresión.

Y, presa de aquella confusión, se le aparece, en uniforme de gala, impecable como buen oficial imperial, el gran Togo, vencedor de la batalla Tsushima, frente a la puerta de su habitación. Pero, ¿qué podría salir de aquel episodio, es acaso el encuentro del cazador con su presa o el de dos antiguos enemigos, que se encuentran, tras un arduo combate?

Apenas entrar, en donde, aún en cama, se encontraba el convaleciente marino, Togo, tras estrechar la grande pero desfallecida mano de su adversario, dijo: “La derrota es un accidente común a todos los guerreros y no tiene sentido entristecerse por ella cuando hemos cumplido con nuestro deber”. Tras una breve interrupción, prosiguió: “Solo puedo expresar mi admiración por el valor que sus marineros mostraron durante el reciente combate, y mi admiración personal por usted, que siguió adelante con su pesada tarea hasta que fue gravemente herido”.

Antes de mencionar la respuesta de Rozhestvensky, creo oportuno hacer una pausa, con el afán de reflexionar ante un momento digno de recuerdo. Confucio decía que la humildad es el sólido fundamento de todas las virtudes, frase que explicaría el porqué de la grandeza del gran almirante Togo. Es complicado evitar emocionarse al escuchar a un hombre que demuestra, quitándose mérito propio, su gran personalidad. Pero, creo que ya es momento de continuar con este hermoso diálogo. El almirante del Zar, tras tomar aire, profundamente conmovido, y agarrando con fuerza la mano del nipón, réplica: “Gracias por haber venido a verme. Con usted, no siento vergüenza por haber sido derrotado”.

Es así como esta escena nos presenta a los últimos caballeros del mar, donde el honor y la generosidad inspiraban a los combatientes de la misma manera que en la guerra del Pacifico los adversarios de nuestro Gran Almirante Miguel Grau se rindieron ante su hidalguía con los heridos, los infortunados y los caídos. Aquella era una contienda que aún se recordaba en la lejana guerra ruso-japonesa pues se cuenta como una tradición que cuando en aquellos días de 1905 el Zar de todas las Rusias supo la terrible noticia de la capitulación, su formidable fortaleza de Puerto Arturo habría contestado: “con un Bolognesi, Puerto Arturo jamás se hubiese rendido”.

Escenas de grandeza como las que hemos narrado son las que deben ser recordadas y veneradas por los hombres. El encuentro entre dos viejos adversarios, quienes dejan de lado sus rencillas pasadas y se dan la mano, como símbolo de honor, camaradería y paz. En fin, son estos detalles los que le dan belleza a nuestra tan sufrida, imperfecta, dura pero admirada y respetada historia, que, al compás del tiempo, marca los designios de nuestra especie de una forma cuanto menos… ¡Apasionante! Naturalmente, esta no es más que la modesta opinión de quien esto escribe.

Juan E. Dupuy Suito