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Marta Lynch: el hechizo de la juventud

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Fecha Publicación: 13/05/2025 - 22:30
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La escritora argentina Martha Lynch tenía un miedo patológico a envejecer, una fobia enfermiza que no escudriñó y que le impedía tener espejos en su casa para no mirar en ellos cómo pasaba el tiempo. Le ocultaba su edad hasta a sus más íntimos y los datos de las solapas de sus libros lo confirman. Cirugía tras cirugía, su rostro se fue deformando y enervando. A mí –les había dicho a sus hijos– no me verán ni una cana ni una arruga. Sin embargo, sí le vieron el rictus de una angustia que fue creciendo día a día hasta que a los sesenta años se pegó un tiro en la sien
Tuvo varios amoríos, reales o fingidos. Pero la relación con su esposo Juan Manuel Lynch –su nombre de soltera fue Marta Lía Frigeiro– fue indestructible. No lo negó nunca y en su carta antes de matarse lo afirmó tres veces: te amo, te amo, te amo. La suya no era una lucha por el amor sino contra la fea muerte que la torturaba. Cayó vencida antes de tiempo por su propio tiempo y el retrato final de su vida –que no devolvió ningún espejo– fue el de una mujer sofisticada que perdió todo su glamour en la soledad de su propia habitación.
Marta desde niña olvidó –como escribió Herman Hesse– que la belleza no hace feliz al que la posee, sino a quien puede amarla. Años después, ya mujer, no supo que la belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora, según lo dejó dicho Ortega y Gasset. Vivió embrujada por el hechizo de la juventud y su vida se convirtió en tragedia. Era tal su impulso de autodestrucción que, como Marilyn Monroe que insistía en maquillarse en cada escena, no paró hasta ver su rostro hecho añicos por el disparo de una pistola.
Según el escritor Adolfo Bioy Casares, su marido, se enteró de que Marta había comprado un revólver. Preguntó, entonces, a Alberto Girri, un amigo que había perdido a su mujer Leonor Vassena por un suicidio y él le dijo: “Nada, no hagas nada. Aunque escondas o tires el revólver, si quiere suicidarse lo va a hacer”. Juan Manuel siguió el consejo y esa noche Marta se disparó.
Borges añoraba ese espejo que tanto odiaba Martha Lynch. En su poema, Elogio de la vejez, dijo: “Llego a mi centro,/ a mi álgebra y mi clave,/ a mi espejo./ Pronto sabré quién soy.” Shakespeare, en su soneto 73 escribió: “En esa época del año podrás contemplar en mí/ Cuando quedan hojas amarillas, o ninguna, o pocas,/ Sobre esas ramas que tiemblan ante el frío,/ Coros desnudos y en ruinas, donde ayer cantaron los dulces pájaros.”
Con una frase de William Gibson, que mi hija me pasó hace unos días, termino este responso: “El tiempo se mueve en una dirección, la memoria en otra”.

Jorge.alania@gmail.com

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