«Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada»
Queridos hermanos. Estamos ante el Domingo XVII del Tiempo Ordinario. ¿Qué nos dice hoy la Palabra? La primera lectura, del libro del Génesis, nos habla del clamor contra Sodoma y Gomorra, un pecado grave, profundamente destructivo. Dios dice: “Voy a bajar a ver qué pasa”.
Hoy, hermanos, estamos viviendo nuestra propia Sodoma y Gomorra: droga, alcohol, robo, destrucción del hombre, corrupción... No solo corrupción económica, sino también corrupción de valores. Eso es Sodoma y Gomorra.
Dios habla con Abraham, y son amigos. Abraham intercede, habla con Dios y le dice: “No destruyas Sodoma si hay cincuenta justos”. Y el Señor responde: “Si encuentro cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad”. Abraham insiste: “¿Y si son cuarenta y cinco?”... Luego, “¿Y si son treinta?”, “¿y veinte?”, hasta llegar a diez. Y el Señor le responde: “Tampoco la destruiré por esos diez”.
Este diálogo nos muestra que Dios escucha. Pero también que la corrupción arrastra a todos, incluso a los justos. Hay una llamada a la conversión, a volver a Dios. Tú y yo estamos, muchas veces, distraídos, recibiendo solo pan y circo, como el pueblo romano. No nos damos cuenta de que, si seguimos así, estamos acercándonos al infierno, a la pérdida de nuestra alma.
Por eso, el Salmo que hoy proclamamos dice: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque escuchaste las palabras de mi boca”. ¿Qué significa invocar? Es decir: “Señor, te necesito”. Y el Señor escucha al humilde.
Al que se sabe necesitado. Dios está lejos del soberbio, de quien no necesita nada de nadie. El humilde pone su confianza en Dios, y Dios no abandona la obra de sus manos.
La segunda lectura, de la carta a los Colosenses, nos recuerda que hemos sido bautizados, y con el bautismo hemos dejado atrás al hombre viejo.
Hemos dejado toda la basura del pecado. El bautismo nos ha lavado. Dice san Pablo: “Estabais muertos por vuestros pecados”, pero Dios canceló la nota de cargo que había contra nosotros. ¿Cómo? Clavándola en la cruz. ¡Qué maravilla!
El Evangelio, según san Lucas, comienza con una petición de los discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”.
Y Jesús les enseña el Padrenuestro: “Padre, santificado sea tu nombre. Danos cada día nuestro pan”. Pero el hombre no vive solo de pan, sino del encuentro personal y diario con Jesucristo. Si no tienes este encuentro, estás vacío.
Jesús continúa con una parábola: “Supongamos que uno de vosotros tiene un amigo, y a medianoche va a pedirle tres panes porque ha recibido una visita”. El amigo, ya acostado, no quiere levantarse.
Pero si el otro insiste, se levanta y le da lo que necesita. Así debe ser nuestra oración: insistente, concreta, confiada. Jesús dice: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”.
Incluso si somos malos y sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, cuánto más nuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan. ¿Y qué es el Espíritu Santo? Es el Espíritu que te da fuerzas para perdonar a tu mujer, a tu marido, a tus hijos. El Espíritu que sana y transforma. El Espíritu que hace posible el amor verdadero, el perdón y la paz.
Queridos hermanos, pidamos a Dios el don de la oración, la fuerza para orar, para invocar su presencia, para no vivir como si Él no existiera. Que Él nos conceda el Espíritu Santo, que da vida a nuestras almas.
Y que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos vosotros. Y rezad por mí, porque lo necesito.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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