“Me cortaré los pechos…”
Es el sitio de la basílica de la Natividad en Belén en el cual una piedra multicolor señala el lugar en donde yació hace más de dos milenios el Hijo de Dios. Año 2002, abril. Un grupo de milicianos palestinos se refugia en la basílica regentada por los padres franciscanos y jura no abandonarla. El ejército de Israel los rodea y los somete a un sitio brutal para que se rindan. Hay civiles y monjes adentro. En las noches y para evitar que los refugiados descansen, el ejército lanza bombas sónicas que producen un ruido terrible. Los milicianos, exhaustos, replican haciendo sonar las campañas del templo.
Días de días en una tensa negociación. Uno de los milicianos, gravemente herido en una pierna, llama a su mamá y le dice que los israelíes le han ofrecido evacuarlo a un hospital si es que se rinde. La madre, casi como con la voz del muecín cuando llama al rezo desde el minarete, le contesta: “Me cortaré los pechos con los que te di de lactar, si es que te rindes. Ni lo pienses.” El miliciano morirá más tarde en la refriega final. Siete palestinos fueron abatidos y 40, contando también a los civiles, resultaron con heridas. Trece salieron expatriados de por vida a Chipre y otros 26 fueron transferidos a la franja de Gaza.
Es entrañable y única la relación del ser con la tierra. En esa obra incomparable que es Cien Años de Soledad, cuando José Arcadio Buendía comenzó a desmontar el último cuartito de su casucha en Macondo, Úrsula le preguntó por qué lo hacía y él le contestó: “Puesto que nadie quiere irse nos iremos solos. No nos iremos, dijo Úrsula. Aquí nos quedamos porque aquí hemos tenido un hijo. Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra.”
No se fueron y se quedaron allí, no porque prevaleciera el criterio de Úrsula, sino porque ella le señaló a sus hijos desde la ventana y le dijo: ”En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de tus hijos, míralos como están, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros”. Fue suficiente. José Arcadio los miró “hasta que los ojos se le humedecieron y exhaló un hondo suspiro de resignación. Bueno -dijo- diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.”
La tierra, los hijos, la mujer: qué más vínculos puede tener un hombre con el mundo que le sean irrompibles, íntimos, irremplazables. El establo de Belén, María, José, Nazareth, la pequeña carpintería, las calles de Jerusalén a las que Él ingresó en medio del gentío, Cafarnaum, el huerto de los olivos, Getsemaní, el monte de la calavera…
Esa mujer y madre palestina me remece por su valor que es, acaso, superior a su instinto. La tierra y el hijo se fusionan en su grito que es a la vez un lamento. Palestina es una patria hecha de llantos y de muertos y de un coraje sin límites, pero los muertos no tienen dónde verdaderamente yacer y las lágrimas no riegan un suelo propio. Sólo el coraje queda en las barricadas y en las calles de Belén y en su basílica que no son suyas pero cuyas campanas al vuelo todos los días lo recuerdan.
Jorge.alania@gmail.com
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