Mientras se atacan, la delincuencia nos mata
El Perú atraviesa una de las peores crisis de inseguridad de las últimas décadas. Cada día, las noticias nos estremecen con nuevos casos de extorsión, sicariato, cobros de cupos, amenazas y asesinatos, especialmente dirigidos contra nuestros transportistas: mototaxistas, colectiveros, choferes de carga pesada y empresarios del sector que solo quieren trabajar en paz. Y mientras ellos mueren en las calles, nuestras principales instituciones parecen más ocupadas en enfrentarse entre sí que en proteger a la ciudadanía.
Hoy, ser transportista en el Perú es sinónimo de tener una sentencia de muerte. Desde mototaxistas hasta empresas de carga y transporte interprovincial, todos están bajo amenaza. Las extorsiones, los cobros por “cupos”, el sicariato y las amenazas a sus familias son moneda corriente.
La situación es insostenible. ¿Cuántos peruanos más deben perder la vida para que el Estado reaccione? ¿Cuántas granadas deben estallar frente a una empresa de transporte? ¿Cuántas familias deben recibir llamadas de extorsión?.
Mientras el crimen organizado avanza con una capacidad alarmante de intimidación y control territorial, el Ejecutivo, la Policía, el Congreso, el Ministerio Público y el Poder Judicial se encuentran atrapados en una lucha de poderes, acusaciones cruzadas, y desconfianzas institucionales. Parecen haber olvidado que su verdadero enemigo no está en el despacho de al lado, sino en las mafias que hoy gobiernan barrios enteros con el miedo como herramienta.
Ante esta situación crítica, ¿cuál ha sido la respuesta del Ejecutivo? Declaratorias de emergencia sin contenido real, operativos “armani” diseñados para las cámaras, y anuncios que no se traducen en acciones sostenidas. No existe un plan nacional articulado de lucha contra el crimen organizado, ni una estrategia seria de prevención e inteligencia. La
improvisación y la ausencia de liderazgo son alarmantes.
Mientras los operadores de justicia enfrentan problemas estructurales: rotación constante de fiscales especializados, escasa capacitación en investigación criminal moderna, y mínima protección a testigos o colaboradores eficaces, muchos de los cuales han perdido la vida en “extrañas circunstancias”. Esto solo fortalece a las mafias y socava la confianza ciudadana
en el sistema de justicia.
No se trata de endurecer penas —la mayoría de estos delitos ya contempla condenas de hasta cadena perpetua—, sino de hacer que las leyes se apliquen con eficacia, celeridad y objetividad.
Frente a este panorama, urge una respuesta integral. El Congreso debe priorizar reformas que fortalezcan el sistema de justicia penal especializado que a mi criterio debe enfocarse en que los procesos sean más rápidos y eficaces, el Ejecutivo debe liderar una verdadera política nacional de lucha contra el crimen organizado, y el Ministerio Público debe actuar
con independencia, coraje, eficacia y de manera objetiva.
Este es un llamado urgente a todas las instituciones: dejen de atacarse entre ustedes y empiecen a trabajar juntos que el crimen organizado no da tregua y la seguridad es un derecho constitucional de todos.
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