No es nuestra lucha
La sociedad les dijo, por siglos, lo que no podían hacer. Les dijo que no podían gobernar ni manejar dinero. Les dijo que no podían aprender a leer ni a escribir; que las calles, los cafés o la amistad no les correspondía. Les dijo que no debían hablar, ni quejarse, que no podían elegir a quién amar. En suma, les cortaron la lengua, cosieron sus ojos, moldearon brazos y piernas a su antojo, y les dijeron que ese era el orden natural, divino y político. Quienes fueran diferentes tendrían la hoguera, el rechazo social: adjetivos como rara, loca, bruja, entre otros mucho más agresivos. La herramienta que se utilizó para mantener todo este orden fue el miedo, el miedo a Dios, al qué dirán, al puño levantado de los hombres.
Creemos que hemos avanzado, ya que tenemos diminutos aparatos electrónicos que nos comunican con los seres queridos, porque los autos son rápidos y confortables o debido a que se producen campañas impactante para limpiar los mares del plástico; sin embargo, cómo podemos considerar posible la civilización si normalizamos el miedo, si cuando vemos una actitud de violencia, callamos, reímos, celebramos porque creemos que así es, que le gusta que la traten así o, pero aún, como si uno tuviese el poder divino, creer que se lo merece. Callar es ser cómplice.
Es cierto que las cosas han mejorado, pero es insuficiente. Han luchado en casa, en la calle; perdido amigos, amor y la vida. Puede ser que algunos y algunas no entiendan su lucha, sientan que no tienen por qué participar o que jamás hayan percibido lo que digo líneas arriba, pero en todo caso, y en esto creo que todos podemos estar de acuerdo, nadie tiene derecho de incomodar a otra persona, de reducir su paz al caminar en las calles o al estudiar en el colegio o la universidad. Y sí, no es nuestra lucha; pero callar, ser testigo del miedo y no hacer nada es ser cómplice.
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