Nunca cambiaré
Confieso que últimamente no me he sentido conforme conmigo mismo. Con la mejor buena fe varias personas y amistades intervienen en decisiones que mi instinto dice que son buenas pero que para ellos me perjudicarían llegando incluso a la tan temida “cancelación”. Por ejemplo, esta semana me llamó la producción de un canal de televisión por cable. Me invitaban a un programa cuyo formato es que concurran dos personas con opiniones distintas sobre un tema específico con dos moderadores. El tema para el que fui llamado a polemizar fue el del “matrimonio igualitario”.
En principio, acepté. Tengo una argumentación muy lógica sobre el porqué estoy en contra y que no tiene nada que ver con la religión ni posturas mojigatas. Sostengo que la institución del matrimonio civil se justifica para garantizar dos tipos de derechos: los patrimoniales entre los casados y los relativos a la patria potestad sobre los hijos fruto de ese matrimonio. Estoy plenamente de acuerdo en que las parejas gay tengan una garantía de protección legal de su patrimonio hoy inexistente. Más complejo es el tema de la patria potestad sobre los hijos fruto del matrimonio porque, como es obvio, de las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo no puede haber hijos posibles. Para que ello suceda se tiene que recurrir como regla a un subterfugio, a saber, la adopción o el recurso del vientre de alquiler. Es decir, aquello que en el marco del matrimonio heterosexual es una excepción (porque en potencia toda pareja heterosexual siempre puede concebir hijos), en el caso del matrimonio “igualitario” deviene en regla. Y para cualquier persona con sentido común este salto es ilógico.
La excepción no puede convertirse en regla dentro de la misma institución, esto es, el matrimonio. Si ello ocurre es simplemente porque ya no estamos frente a instituciones iguales, sino diferentes. De donde se sigue que no hay tal “matrimonio igualitario” y que este no es más que un membrete ideológico. Este hecho tan simple replantea las tesis del matrimonio igualitario para enfocarse en otro tipo de soluciones que garanticen la protección de derechos patrimoniales de las parejas gay constituidas de hecho. En síntesis, no se puede llamar matrimonio a aquello que no lo es. De más está decir lo asombroso que resulta que una comunidad que se regocija en ser “progresista” haga cuestión de estado con una institución tan conservadora como el matrimonio. En fin, aquellos eran los argumentos muy lógicos y respetuosos que yo iba a esgrimir en el debate del programa al que había sido invitado, hasta que mis amistades me obligaron a cancelar. Sus argumentos fueron que yo no ganaba nada a no ser el odio y el bullying de la comunidad LGTBI, problemas laborales y consigo económicos, estigmatización, y todo por un programa con poca sintonía y con moderadores que ya tomaron partido contrario al mío sobre el tema.
En síntesis, que el costo iba a ser demasiado para mí y el beneficio nulo. Ante esa lógica cancelé mi participación. Pero me quedó el sabor amargo que plasmo en estas líneas. Yo me revelo ante esa cultura del temor a opinar sin miedo cuando uno tiene los argumentos lógicos para defender su posición. Estoy en la mitad de mi vida y me niego a pasar los próximos treinta años como un vegetal sin poder decir A porque B se “ofende” o porque hay que “saber librar tus batallas” que, a estas alturas, y dado el imperativo de la autocensura, será ninguna. A mí me gusta dar batalla. Me gusta salirme con la mía, ya sea en un formato o en otro. Yo soy así. Así seguiré. Nunca cambiaré.
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