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Ordenando la jerarquía normativa

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Fecha Publicación: 19/09/2025 - 20:40
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La Constitución es la “madre de todas las leyes”, la ley es la “reina del ordenamiento” y los tratados de derechos humanos son el “compromiso solemne con la humanidad”.
La Constitución peruana de 1993, vigente a regañadientes por algunos, es de corte liberal, en la medida en que protege los derechos individuales, la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia y religión, así como la promoción de la iniciativa privada y la libertad de empresa. La llamamos “Carta Magna” con la misma solemnidad con que llamamos “vía rápida” a la Av. Abancay en el centro de Lima. Ya lo advirtió Domingo García Belaunde en La Constitución de 1993: génesis y realidad (2004): “nació para consolidar un modelo económico antes que para fortalecer derechos”.
Las leyes, por su parte, son nuestro pasatiempo favorito y punto de distracción intermitente. Desde la primera Constitución de 1823 hasta hoy, el Congreso ha demostrado una producción legislativa industrial: se legisla para todo y para nada, con la velocidad de una imprenta colonial y la calidad de un manual pirata. Como bien ironizó Marcial Rubio (Derecho Constitucional, 2010), en el Perú, la ley no regula, sino narra: se dedica a contar lo que el legislador quisiera que ocurra, aunque nunca ocurra. Por eso tenemos normas declarativas por montón y muchas con exigencias inalcanzables para la mayoría, lo que solo promueve la informalidad.
¿Y los tratados de derechos humanos? Ratificados con bombos y platillos, suelen convertirse en adornos de Cancillería. El Perú firmó la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1978 y reconoció la competencia de la Corte en 1981. Desde entonces, pasamos de “alumnos aplicados” a “reincidentes contumaces”. Basta recordar la sentencia Barrios Altos vs. Perú (2001), donde la Corte IDH declaró inválidas las leyes de amnistía que protegían violaciones de derechos humanos, para confirmar que nuestro Estado no entiende de jerarquías normativas, sino de jerarquías por conveniencia.
Hans Kelsen, en su Teoría pura del derecho (1934), enseñó que la Constitución ocupa la cúspide, seguida de la ley, y luego los tratados. En el Perú, esa pirámide se parece más a un ceviche caliente: el pescado (Constitución) queda al fondo, el camote (ley) encima y la cebolla (tratados) al costado, como adorno indeseado.
El Tribunal Constitucional, en la sentencia Exp. N.° 002-2001-AI/TC, sostuvo que los tratados de derechos humanos tienen rango constitucional. Pero si un tratado incomoda, se “interpreta” que la Constitución manda. La regla es simple: si el tratado ayuda al poder, vale; si lo incomoda, se le ignora. Como dice Víctor García Toma (Constitución y democracia, 2012), vivimos en un Estado de derecho selectivo.
Hemos creado la “criollada normativa”: se respeta lo que conviene. Constitución, ley y tratados forman un triángulo disfuncional, donde todos quieren ser supremos y acaban subordinados a la política.

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