Pedro Castillo está perdido
El presidente Pedro Castillo se ha perdido al quitarse el sombrero. La hipótesis de este artículo es que el sombrero era la principal forma política, y simbólica, de Castillo; y, que, al quitárselo no sólo ha perdido el peso de un kilo de palma y veinte centímetros de estatura, sino que se ha perdido él mismo. Se trata de un caso único, en el cual un sombrero constituyó la unidad estructurante de las orientaciones afectivas y hasta evaluativas de una sociedad respecto de su presidente. En verdad, la omnipotencia del sombrero de Castillo prueba que, entre nosotros, casi cualquier objeto puede ser un símbolo político. Ernst Cassirer, en Filosofía de las formas simbólicas, como en toda su antropología filosófica y política, sustenta que “El hombre no vive en un puro universo físico, sino en un universo simbólico”. Nuestro filósofo, icónico para entender al ser peruano como simbólico, es kantiano. Pero, en mi versión política es realista simbólico, en el sentido de que este “universo simbólico” (conformado por el sombrero como arte y objeto político, como mito y símbolo presidencial) se instala entre el “sistema efector” y el “sistema receptor”. La propuesta cassireriana sobrepasa a la racionalidad como abarcadora de la vida cultural; inclusive, contiene a las formas puras de la intuición sensible como las principales organizadoras de la realidad simbólica. El hombre resulta ser primero homo simbolicus, y luego homo sapiens. Del sombrero de Castillo, como objeto político, se puede decir que tuvo como dimensiones esenciales “que sea” y “que sea tal”. Durante el tiempo del ensombrerado Castillo, la lógica fue la siguiente: El sombrero legitimó a Castillo, en tanto que el objeto político legitimó al político.
Castillo se pierde, se invisibiliza, sin sombrero. Simbólicamente, Castillo era un sombrero y nada más, como candidato y como presidente. Es decir: Castillo no poseía una prenda en la cabeza, sino que la prenda lo poseía, lo abducía, lo contenía a él. Si es así, al despojarse del sombrero se ha despojado de su forma política, pues los peruanos no lo reconocen porque su cuerpo no lo representa. La desaparición simbólica del presidente dentro de un sombrero es sui generis en un país cuya tradición política es inmensamente antropomórfica. Con todo, el peruano tiene una gran capacidad para simbolizar. Max Weber diría que Castillo tiene el extraño carisma del objeto. Tal vez por algún misterio, no tiene presencia propia. Él está naturalmente limitado a la forma del fetiche que cubre o encubre su cuerpo hasta hacerlo desaparecer: Ahí están, entre otros, el liqui liqui y la cushma. Castillo no tiene palabra, imagen, ni algún símbolo propio. De modo que en Castillo el sombrero era emisor y mensaje a la vez, al extremo de que éste no sólo le completaba el texto, sino que hablaba por él. Es más: El sombrero se convirtió en el símbolo semántico más importante del presidente, inclusive más que la banda presidencial y el bastón de mando. Castillo se relaciona cassirerianamente con la sociedad. Incluso, al quitarse el sombrero se muestra como hombre “de dos mundos”, pues abandona la sobrevaloración del universo subjetivo para situarse en la infravaloración del universo objetivo. La legitimidad del sombrero es inconmensurable con la ilegitimidad de su cabeza. Se ha quitado el sombrero en la búsqueda de una nueva imagen, pero ha caído en la pérdida absoluta de su capital simbólico. Peor aún: Castillo, como presidente perdido, ha dejado de personificar la nación, para quedar únicamente como presidente suscriptor de actos administrativos. Es que un sombrero sólo podría parir un presidente tullido, y perdido.
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