Pedro Páramo
Soy un muerto y vengo de la vasta memoria del olvido. Busco a mi padre en este páramo de piedras y de polvo que se llama Comala y en el que ciertamente vivió pero en donde casi nadie lo recuerda. Yo tampoco lo recuerdo, mas eso no importa ahora. Mis ojos están secos; advirtiéndolo, mi madre me entregó los suyos para ver.
No tengo nada de él, salvo una fotografía que encontré por casualidad en la cocina de mi casa en donde no había ninguna porque mi madre las detesta. Dice que son cosa de brujería. La única suya, estaba llena de agujeros y en el corazón tenía uno muy grande, como aquel de una señora de una historia que me contaron que cuando creyó que la había picado un alacrán al rebuscar un baúl y le preguntaron dónde, se puso un dedo en el corazón y dijo: aquí.
Acabo de descender por el lento camino y sobre la loma que parece una vejiga de puerco se alza un pedregal inmenso y sobre él otro en donde se queman las brasas más ariscas de la tierra. Hace tanto calor aquí, que como me contara un hermano que encontré en el sendero, “muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija”. Todo era de mi padre , así como todos los hijos de este pueblo.
Soy mexicano pero podría ser de cualquier lugar, de cualquier tiempo; de hecho los muertos tienen la misma patria.
Hablo una lengua extraña y entrecortada que se parece al español, pero que arrastra el eco de algún dialecto primitivo de los hombres que habitaron estas tierras y las que están más allá, debajo del arco iris.
Vivo, es un decir, en el mundo de las sombras aunque eso no es novedad aquí donde los niños juegan con los fantasmas de la noche. Pese a mi fragilidad ya nadie me puede amenazar con nada. Tenía un nombre pero lo olvidé en un sueño y todavía no lo puedo recuperar pese a que duermo despierto todos los días. En mi memoria hay miedo y rencor; no sé de dónde vienen, aun cuando puedo intuir a dónde van. Antes de morir le prometí algo a alguien y eso es lo que me anima a seguir muriendo, porque como me dijo el arriero “todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga”. La tarde es triste y tiene la innata palidez de los cadáveres. Escucho una lamentación, acaso un sollozo que se repite intermitentemente y que no me deja dormir; algunas noches el sollozo se ahoga y otras estalla en imprecaciones y maldiciones en aquel dialecto primitivo. En el horizonte no hay nada, salvo el inmenso pedregal del mundo. Y un cielo plomizo que está demasiado lejos de nosotros. Y un correcaminos que vuela como cayéndose.
No sé leer ni escribir pero he aprendido a contar historias como si todas me sucedieran a mí. Aun así, no estoy preparado para vivir en ese universo de realidades y de luces que dejé hace poco. Las mías son los sueños, los espectros y las tinieblas. He tratado de cultivar el silencio, tal vez porque con tantas voces que llegaban de tantos sitios, aprendí a concentrarme en mi propia voz interior que es, desde donde se la escuche, inconfundible. De todo lo que había en la vida lo único que extraño es el amor que se espaciaba a ratos, bajo el arduo crepúsculo y que me dio las sensaciones que aún perduran en mí. Sólo por volver a sentirlas una vez más, regresaría. Sólo por eso, créanme.