Pizarro en el 490° aniversario de Lima
Volver a colocar la estatua de Francisco Pizarro, el conquistador del Perú, en el lugar de siempre ha sido muy acertado. Los limeños, y en general, los peruanos, somos una sociedad mestiza por antonomasia, es decir, somos la sociedad del sincretismo entre el mundo precolombino, formado por diversas culturas, unas más desarrolladas que otras, y la presencia española, que llegó hasta estas tierras por el descubrimiento de América en 1492. Con una muy buena educación, que lamentablemente no tenemos, debemos sentirnos orgullosos del referido mestizaje, forjador de nuestra peruanidad. Nada de renegar de España. Nada de discursos y enfoques resentidos y acomplejados, como los del expresidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Recordemos que Lima fue el centro del poder español durante el virreinato. Solo compartió privilegios similares, en nuestro continente, con la ciudad de México. Su primer alcalde fue Nicolás de Ribera “El Viejo”, y Lima se erigió en asiento del poder ibérico en América. Los que venían a esta ciudad, cruzando el Atlántico, querían realizarse sin que les faltaran las comodidades que dejaban en el viejo continente. La estrategia de la monarquía, entonces, era conceder un estándar de realización social y material a quienes decidían llegar al denominado Nuevo Mundo y, de paso, atenuar la extrañeza de hallarse lejos de casa.
El Virreinato del Perú era todopoderoso y, en su seno, además, presidiendo la Real Audiencia (1543), se encontraba el virrey. La Real y Pontificia Universidad de San Marcos de Lima, fundada el 12 de mayo de 1551, la más antigua de América, inició su vida académica con el mismo estatus —preeminencias y privilegios— y rigor que tenía la Universidad de Salamanca, fundada en 1218, la más antigua de España. Si alguien en nuestra región quería ganar posición y gloria intelectual, debía pasar por sus claustros.
El determinismo de la economía en el virreinato comenzaba y terminaba en Lima. Toda la América hispana sabía de su existencia, y sus habitantes querían venir a conocerla. Era la llamada Ciudad Jardín; sus calles y sus frontis yacían adornados con hermosos y vistosos balcones. Se trataba del paraíso de esos tiempos, y nadie se perdía el disfrute de pasear por su afamado Jirón de la Unión, donde las tapadas cobraron gran revuelo.
El Convictorio de San Carlos formó a su casta intelectual contestataria del siglo XVIII, y con este germinó la Sociedad Amantes del País (1790), que produjo el Mercurio Peruano (1791-1794), el primer periódico limeño. José de San Martín y Simón Bolívar, que lideraron las corrientes libertadoras del sur y del norte, respectivamente, debieron consumar el objetivo independentista, una vez librada Lima de los realistas.
Sus tradiciones, glorificadas en lo más alto de la literatura por el genial Ricardo Palma, la hicieron ciudad con alma, forjadora del futuro criollismo republicano. Hoy, dominada por su importante diversidad producto de la migración, fundamentalmente andina, Lima se ha convertido en una ciudad heterogénea, es decir, auténticamente de todos. Sintamos su valor histórico y también su valor presente.
Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Excanciller del Perú e Internacionalista
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