Pongamos coto al caos ciudadano
El descuido de nuestra capital es electrizante. Décadas de abandono general; explosivo aumento poblacional; desproporcionado crecimiento del parque automotor respecto a la infraestructura; imparable invasión provinciana; impracticable cohabitación de dos municipios metropolitanos como son Lima y Callao; apabullante número de distritos que conforman nuestra capital; absurdo mecanismo de gobierno municipal a través de una alcaldía metropolitana; creciente elección de autoridades ediles desprovistas del mínimo sentido común; y dramática falta de profesionalismo en todo espacio para administrar una ciudad capital agravado por la incompetencia de sucesivos gobiernos nacionales, forman parte estructural del problema que ha convertido a Lima –ciudad poblada por diez millones de habitantes, cifra que la coloca entre las grandes capitales del orbe en cuanto a número de habitantes se refiere– en una urbe absolutamente invivible, considerada tal vez una de las ciudades más inseguras del mundo.
El dos veces expresidente Fernando Belaunde Terry fue el restaurador del sistema municipal elegido democráticamente, tras haber estado proscrito durante años por la autocracia criolla. El año 1963, tras cuatro décadas durante las cuales los gobernantes de turno designaban a dedo a los alcaldes de todas las circunscripciones, Luis Bedoya Reyes fue electo alcalde de Lima. Y como a él, los peruanos eligieron a los demás alcaldes de todo el resto del Perú. Fue lo que se llamó “una fiesta democrática”. Aunque antes de concluir su mandato Belaunde fue depuesto por el golpe socialista de Velasco Alvarado. Y nuevamente, el autócrata de Palacio de Gobierno volvió a digitar a los alcaldes. En 1980 Belaunde repuso la elección democrática municipal. No obstante, los sucesivos gobernantes no se percataron de las consecuencias que había generado la masiva migración de pobladores, principalmente del Ande pauperizado por la reforma agraria revanchista de Velasco. Este fenómeno, que puede considerarse la génesis fundamental de la explosión de informalidad que transformó a Lima, cambió el centro de gravedad de la vida de los limeños. Y la miopía de nuestras autoridades no supo entender la necesidad de nuevas reglas de juego.
Pero volvamos a lo que consideramos el verdadero problema de Lima. Lima y Callao, constituido por dos municipios metropolitanos que conforman la capital del país. Lima cuenta con cuarenta y cinco distritos, y Callao siete. Es decir, tenemos la friolera de clncuenta y dos burgomaestres que se reparten la administración de una metrópoli tan compleja como empobrecida, como es Lima. El presupuesto limeño –ciudad con diez millones de habitantes– es seis veces menor al de Bogotá que tiene ocho millones. Asimismo una morfología mucho menos compleja de manejar. Y encima de semejante limitación, el alcalde de Lima Metropolitana debe lidiar con 45 alcaldes distritales, aparte de convivir con el vecino burgomaestre metropolitano del Callao y este, a su vez, con siete alcaldes distritales.
La anarquía limeña sólo podrá solventarse si los políticos asumen responsabilidades planteando soluciones alejadas del populismo, que permitan restablecer el ordenamiento urbanístico bajo el imperio de una sola autoridad –el alcalde de Lima Metropolitana–, quien delegue funciones a sus administradores distritales. Así ocurre en las principales ciudades del planeta.