Prensa y difamación
El pasado 19 de noviembre, fui uno de los presentadores del libro Historia de una difamación, escrito por el periodista Miguel Ramírez con la colaboración de José Rosales. Lejos de lo que inicialmente pueda imaginarse, el contenido del texto no se inscribe en la kilométrica bibliografía que aborda los casos de muchos hombres y mujeres de prensa sometidos a procesos judiciales interminables, imputados precisamente por los todavía llamados “delitos de calumnia y difamación”. Experiencia antigua y mecanismo mediante el cual varias personas buscan más bien distraer o frenar las pesquisas mediáticas sobre sus acciones delictivas o de otra índole.
El libro de Ramírez (muchas veces querellado por sus destapes, sobre todo cuando integró la Unidad de Investigación del diario El Comercio), en un giro inusual, visualiza lo que el autor considera una difamación periodística hecha y derecha. Se la atribuye a dos colegas suyos peruanos, Daniel Yovera y Paola Ugaz, que recurrieron a la agencia de noticias Al Jazeera (sí, la que le daba voz al grupo terrorista Al Qaeda) para divulgar un reportaje donde se acusa al ciudadano Alberto Gómez de la Torre de pagarle a una banda de delincuentes con el fin de arrebatar a humildes campesinos norteños sus tierras y adjudicárselas a una asociación civil que representaba.
Gómez de la Torre, cuenta Ramírez, había respondido palmariamente cada una de las acusaciones a los autores del reportaje, pero éste salió al aire tomando la versión de cuatro “testigos” con antecedentes judiciales y relativizando la del primero. Tras conocer el caso, detectar sus falencias y decidirse a armar el rompecabezas desde la perspectiva de Gómez de la Torre, Ramírez – amigo de Yovera y Ugaz hasta entonces – se convirtió en objeto de una intensa campaña descalificadora y fue arrojado al fácil tacho de los vendidos por quienes se autocolocan en el altar de la limpieza, transparencia y objetividad.
Conocí a Ramírez en la redacción de la revista OIGA entre 1991 y 1995, viendo cómo su director, el gran Francisco “Paco” Igartua, lo inspiraba a perseverar en inolvidables trabajos periodísticos de investigación. No tengo duda alguna de su integridad y por eso –y por estar al otro lado de la collera periodística nativa que se abraza, alaba, premia y protege entre sus integrantes– accedí a presentar su obra, la cual hoy cobra vigencia a propósito del proyecto de ley que pretende incrementar las penas por calumnia y difamación.
Estoy totalmente en contra de esta propuesta normativa porque la origina una extraña alianza parlamentaria que ejerce vendetta contra la prensa por fiscalizarla. Porque adhiero a que el daño moral a través de la palabra oral o escrita es resarcible a través de la rectificación y porque creo que debe situarse en el ámbito civil a fin de obligar al difamador a pagar una indemnización económica.
Pero eso no debe servir de pretexto para santificar a difamadores y calumniadores que, en verdad, abundan dentro del ejercicio periodístico. Que la justicia haga lo suyo y no las campañas de los amigotes.
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